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Alma de nariz

            El día en que nació, sus ojos le negaron la mirada; sus oídos lo enclaustraron en el silencio; su voz,  sin savia que lo hiciera crecer, se marchitó para siempre. Desde entonces, el olor del llanto o el aroma de la risa fueron su único cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo. Los años pasaron entre las frías fragancias del invierno y  los resecos amaneceres del verano; entre las rebeldes esencias de primavera y la fetidez otoñal de lo caduco.  Así, su nariz se convirtió en su alma, donde se acumulaban sus sentidos, que daban forma a sus sensaciones, sus sentimientos, sus emociones. Husmeó mil lugares, con sus emanaciones tan particulares que los rondaban: la pestilencia del vicio y  la degradación; el hedor penetrante del egoísmo; pudo diferenciar donde se respiraba solidaridad y bondad de aquellos otros lugares que apestaban a maldad y codicia.             El día que lo operaron, sin saber por qué ni para qué, despertó horrorizado al comprobar que no podía

Resistencia

No dejes que los muros de tu piel te hagan prisionero y te hagan isla. No dejes que tus ojos cieguen  tu alma ignorante mientras los cuervos desesperan en el cielo. No dejes de jugar en la inocencia y en las verdes orillas de las cosas. No dejes que la noche te acurruque y el miedo te espante a la hora de las brujas. No sientas el pulso temblar cuando el cuchillo asesino caiga en tu mano. No dejes de pensar palabras hermanas de las tuyas. No dejes de llorar cuando las almas rotas te aprisionen y supliquen con lamentos tus heridas. No vuelvas la mirada atrás cuando te alejes del camino y tu mano ensangrentada acaricie a las víctimas. No dejes de navegar surcando entre la espuma y la brisa. No,  dejes que seas náufrago de tu destino; que te lleve  la corriente a su antojo. No, nunca dejes que te lleve gratis la muerte.

Cuando cerré los ojos

Cuando cerré los ojos dejé de oír sus gritos ahogados, los que encogen el alma  cuando el miedo revienta cuando el dolor se desangra. Primero la zarandearon y la insultaron luego violaron a mi hermana, la tuya, la que siempre paga. Destrozaron la vieja tele  y sus cristales cayeron como lágrimas,  cayeron las cortinas rojas sobre el suelo y el suelo se llenó de golpes y de sangre. El aire se tiñó de lamentos, el amor de odio el refugio en tumba el grito en llanto. Cuando cerré los ojos las huellas se borraron. El viento sobre la arena, La piel quemada, los tambores de guerra la tierra mutilada. Cuando cerré los ojos hundieron sus uñas en el mar de sangre negra, de peces de plástico, de gaviotas sin plumas, de piel acerada. Y sus carnes podridas de oro, fueron devoradas por rostros buenos, por rostros malos, los que salen en la tele, los que siempre salen cuando cerramos los ojos, cuando apagamos l

El vecino de abajo

    S us pasos acariciaban una alfombra de mentiras, rompiendo las hojas secas del otoño cuando el aire se manchaba de frío. Esa mañana, cerca de Gloucester Road, donde se levantaba su imponente casa victoriana, sus labios perfilaron esa sonrisa que acoge a los seres que parecen flotar en la autosuficiencia: una vida confortable sin sobresaltos, como una zona ajardinada que aseguraba su tranquilidad; una familia perfecta y ordenada en torno a una moral recta y a unos principios sólidos. Su bienestar descansaba en el bien común, en la ayuda al prójimo, y todo aquello que te permite dormir sin  quebrantar tu conciencia. Ya en su casa, tras acariciar a su viejo West Highland White Terrier, que corría a recibirlo, dejaba el abrigo en el perchero de la entrada  y se ponía cómodo. En el salón encontraba a su mujer tomando el té  y sus hijos bajaban a saludarlo para luego seguir con sus quehaceres. Tras excusarse, iba a la cocina donde preparaba rápidamente una especie de sopa muy líquida
Las mareas En las mareas, donde anidan el tiempo perdido, la cobardía de vivir se va deshaciendo lejos de la maleta que persigue la mirada cuando los pasos mueren sobre una alfombra de mentiras. En las mareas perdemos los recuerdos viajando por los mares de espinas dejando un reguero de huellas sin pisadas que juran el retorno sin lamento cuando las madres reposan en la ausencia  y sus hijos anidan en sus tumbas. En las mareas los años deambulan mendigando horizontes nuevos que conquistar en un mar prestado  sin caricias de sombras indoloras donde hundir las raíces ahogándonos en la podredumbre cuando sabemos que todo está perdido pero incapaces de dejar el juego.

Ataud

S e acercó sigilosa, despacio, engañando al tiempo para retrasar la despedida, el último adiós, el beso en sus labios fríos, el fin de una historia como cuando se pasa la última página antes de cerrar el libro. Sintió como sus fuerzas flaqueaban. Sus piernas, incapaces de mantener su cuerpo, provocaron que sus manos se apoyaran en la fina madera del ataúd  y sintió, entonces, su suavidad, como una tierna caricia que la reconfortó hasta provocarle una sonrisa. Se excusó en su abatimiento para rozar sus mejillas sobre la tapa de fina madera, repujada en sus bordes donde formaban graciosos elementos decorativos vegetales que caían por los laterales; disimuladamente extendió sus brazos sobre aquella obra maestra reconociendo sus formas y, así, pasó un rato, sin que se percatara de que su esposo seguía muerto. Cuando fueron a buscarla costó que reaccionara  y se apartara del precioso ataúd, cayendo en esa admiración todos los que se acercaban y tocaban su cuerpo de fino ébano. Cruzaba

Melchor

S imón se estremeció al oír su nombre, que se alargaba en un susurro sonoro y exótico atravesando el jardín dónde jugaba. Sorprendido, su mirada buscó con curiosidad la fuente de aquellas palabras que se repetían, hasta encontrarlo al otro lado de la valla. Era como se lo imaginaba, con aquel vistoso traje largo de vivos colores y un enorme turbante que realzaba aún más su enorme figura. Ya anochecía, pero pudo contemplar la profundidad de sus ojos negros que resplandecían proyectando una mirada que atravesaba hasta llegar al corazón. “Feliz Navidad”, dijo con una tierna sonrisa que  casi abrazaba, antes de darle al pequeño niño, boquiabierto  e incapaz de reaccionar, una preciosa caja envuelta en un papel brillante de elegantes colores y decorada con una cinta de tela transparente, con brillos dorados y plateados. Su madre enmudeció al ver a su hijo con aquella expresión de inmensa felicidad, sin que tuviera tiempo de preguntarle por el autor de su regalo, mientras el presidente s