Gonzalo, al pasar al lado de las dos chicas, con sus dos sabuesos, les saludó con una reverencia, que fue imitada de forma grotesca por uno de sus pupilos, provocando una expresión de repugnancia en las dos jóvenes. El “niño travieso”, con paso seguro y decidido, fue subiendo las escaleras hasta llegar a la puerta de seguridad, donde saludó cortésmente a los extrañados guardias de seguridad, como si los conociera de toda la vida. Una amplia galería acristalada los separaba de la escala. Una vez dentro del barco, los tres hombres lo recorrieron todo, subiendo escaleras arriba hasta llegar a la cubierta. Ramón, el más bajito, regordete y moreno, con los ojos pequeños y achinados, miraba extrañado a su colega Honorio, algo más alto que él, flacucho, canoso, de inexpresivos ojos azules, y una extraña piel pálida, que le daba un carácter enfermizo y decaído. Sin embargo, su fe ciega en el jefe los disuadía de cualquier acto indisciplinario. Los únicos que protestaban, por aquel paseo naval, eran sus pulmones, que se quejaban cada vez más. Finalmente, llegaron hasta la última planta, donde, tras recorrer un largo pasillo, salieron a la cubierta en medio del gentío que curioseaba el barco, muchos de ellos con exóticos cócteles de todos los colores. Aún, quedaban unas empinadas escaleras exteriores, que Gonzalo superó ágilmente y, con mayor dificultad, el sudoroso Ramón, que parecía cada vez más negro, en cambio, el empalidecido Honorio tomaba un aspecto realmente fantasmal. Desde la última cubierta se podía divisar todo el barco y los muelles con todos sus tinglados. Desde allí, la gente parecía diminuta, yendo de un lado para otro, como si fuera un oleaje que se movía por las cubiertas y subía y bajaba por las distintas escaleras. Gonzalo vaciló un momento y siguió por un lateral del barco que lo conduciría hasta el puente de mando. Daba la impresión que se trataba del rodaje de una película de policías, en la que el inspector del FBI era seguido por sus subordinados. Desde luego, Ramón sería un agente de Miami, con su hortera camisa de flores y de colores muy llamativos. Al acercarse a la puerta, el marinero que la custodiaba se cuadró, cuando el aparente inspector dijo, tras saludarlo: “Soy el señor Gonzalo”. Sin duda, el moreno marinero, de aspecto y acento sudamericano, también había visto las mismas películas que inspiraban a “nuestro inspector”, aunque quizás pensó que era el mismo dueño del barco, ya que no dudó en abrir la puerta. Ya dentro se le acercó de una forma más decidida un oficial, que, antes de ordenar a los intrusos que salieran de la sala, recibió un efusivo saludo de Gonzalo estrechándole la mano, mientras miraba de reojo la sala y levantaba la otra mano, con la que saludaba a Mario, cuyos galones daban a entender que era el capitán del barco.
-Hola soy Gonzalo, no quiero entretener al capitán, ya veo que está ocupado. Dígale, por favor, que ya lo saludaré en otro momento –Le dijo Gonzalo al desconcertado oficial, que miraba alternativamente a Gonzalo y al capitán, situado al otro lado, sin saber que hacer ni que decir. Despidiéndose de la marinería, “el inspector” volvió sobre sus pasos hasta desaparecer. El oficial no reaccionó, y tuvo que ser el intrigado Mario, que estaba tomando un café con el práctico del puerto, el que se acercara para interesarse sobre aquel extraño.
-¿Qué ocurre oficial? –Preguntó.
-Nada, solo que el señor Gonzalo quería saludarlo, pero se percató que usted estaba ocupado y no quiso interrumpir –Le respondió el oficial.
Daba la sensación que allí todos sabían quién era el señor Gonzalo menos Mario. El capitán observó que el sorprendido oficial tenía una tarjeta entre sus dedos, éste al darse cuenta de que se la había entregado el famoso Gonzalo, justamente antes de despedirse, se la entregó al capitán. Intrigado, Mario giró la tarjeta por su parte impresa y la leyó: “Don Gonzalo Echevarría Arriaga, Presidente de CASAMAR”. Sin duda, su nombre tenía pinta de corresponder a un ilustre empresario y el nombre de su empresa a la de una corporación pesquera o, posiblemente, una importante consignataria. En realidad, Gonzalo era un mentiroso compulsivo, al que no le gustaba mentir. No era necesario, su arte radicaba en confundir a la gente, que caían en la trampa engañándose ellos mismos. Efectivamente, Casamar era el nombre de un chiringuito de su propiedad, especializado en pescado frito, que consiguió permutándole a un alemán a cambio de unos “valiosos terrenos” cercanos a una “playa de Salamanca”.