ANDAMANA, LA REINA MALA: PRESENTACION DE ANDAMANA, LA REINA MALA EN AGÜIMES...: VIDEO PRODUCIDO POR HERMES TV TRABAJADORES http://youtu.be/MmyHq-kJ7bY
Este blog es un parto prematuro en el que el autor aún anda aprendiendo a cambiar pañales. A modo de incubadadora, solo pretendo que éste sea un lugar cálido y acogedor donde lo más importante sea compartir y aprender para seguir creciendo. ¡Bienvenidos!
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martes, 30 de abril de 2013
jueves, 17 de enero de 2013
BLOG ANDAMANA, LA REINA MALA

La novela que aún tardará un par de semanas en comenzar a publicarse en internet ya tiene portada, obra de Smara Alonso Martín y que reproducimos a continuación:
jueves, 12 de noviembre de 2009
Andama, la reina mala (X)
Como si fuera un sueño, una neblina de polvo recorría el barranco, que se desprendía de las grandes paredes, que ahora quedaban atrás, para abrirse en una inmensa llanura, queriendo abrazarse al mar, que ya se divisaba a lo lejos. El millar de cabras invadía las tierras bajas, como un carnaval de intensos olores. El canto desafinado de las hembras, que replicaban, a modo de coro, la llamada del macho, llenaba el espacio, como lamentos burlescos de una murga embriagada. El aire se espesaba con el olor penetrante de los animales, que salpicaban el paisaje con sus colores amarillentos, ocres y marrones, rompiendo la monotonía de las piedras grisáceas del barranco y el verde de los balos, tabaibas y ahulagas. Acostumbrados a las tierras altas, en el llano los pastores se sentían vulnerables, indefensos ante cualquier peligro. Los achicaxnas que trabajaban los campos de cultivos lo respetaban, sabían que eran muy habilidosos en el manejo del palo y el garrote, eran orgullosos y a veces soberbios; pero, también, sabían que eran la cantera de donde salían los mejores guerreros, en los que descansaban su seguridad ante las amenazas.
Los cuerpos, sudorosos por el fuerte calor y el duro trabajo, mostraban una morenez brillante, que parecían salir de sus tamarcos a medida que descendían de las montañas al llano, y ascendía la temperatura a lo largo de la mañana. El rostro de Dácil tenía un atractivo camuflaje. Su piel oscura y brillante se embarraba con el sudor y el polvo, dándole un aspecto realmente guerrero. Hacía algún tiempo que había perdido aquel semblante serio. El esfuerzo casi no le afectaba, contagiada por una alegría desbordante, iluminada por una sonrisa y una mirada que deslumbraba. Sus silbidos y gritos se mezclaban con su risa contagiosa y juguetona, cómplice de las locuras de Taré. El joven bárbaro siempre hacía de las suyas, ante las sobresaltadas cabras que, sin embargo, siempre reclamaban su compañía, especialmente los pequeños baifos, acostumbrados a sus juegos y tiernas caricias. A los pocos meses de convertirse en pastor, su comportamiento había cambiado. Ahora era más maduro y sus sueños más nítidos, aunque, en ocasiones, volvía a la adolescencia para recuperar sus traviesas manías.
Los cuerpos, sudorosos por el fuerte calor y el duro trabajo, mostraban una morenez brillante, que parecían salir de sus tamarcos a medida que descendían de las montañas al llano, y ascendía la temperatura a lo largo de la mañana. El rostro de Dácil tenía un atractivo camuflaje. Su piel oscura y brillante se embarraba con el sudor y el polvo, dándole un aspecto realmente guerrero. Hacía algún tiempo que había perdido aquel semblante serio. El esfuerzo casi no le afectaba, contagiada por una alegría desbordante, iluminada por una sonrisa y una mirada que deslumbraba. Sus silbidos y gritos se mezclaban con su risa contagiosa y juguetona, cómplice de las locuras de Taré. El joven bárbaro siempre hacía de las suyas, ante las sobresaltadas cabras que, sin embargo, siempre reclamaban su compañía, especialmente los pequeños baifos, acostumbrados a sus juegos y tiernas caricias. A los pocos meses de convertirse en pastor, su comportamiento había cambiado. Ahora era más maduro y sus sueños más nítidos, aunque, en ocasiones, volvía a la adolescencia para recuperar sus traviesas manías.
lunes, 13 de julio de 2009
Andamana, la reina mala IX
Los niños corrían despavoridos al ver aquel ser acercarse a ellos. La niña que vieron subir hacía dos años bajaba ahora en forma de mujer arrastrando una larga sombra enlutada cuando Magec se empezaba a esconder tras aquella Fortaleza de Chipude, uno de los más impresionantes macizos de las islas sobre el que se sostenía el cielo.
- ¿Eres Andamana, verdad? – Le preguntó una de las viejas que adelantándose a los chiquillos asustados parecía querer protegerlos del misterioso ser.
- Sí, soy yo – Respondió la joven mujer que parecía que a acababa de descubrirlo, mientras miraba a su alrededor como comprobando que todo estaba en su sitio. En su interior retumbaba una y otra vez la misma idea – Soy Andamana, ¡Soy Andamana!.
- ¡Pero mi niña! ¿Cómo te has atrevido a bajar sola por ese peligroso sendero? Preguntó preocupadala vieja con un tono tierno y cariñoso, mientras intentaba rodearla con sus gruesos brazos sin conseguirlo, pretendiendo protegerla sin saber de qué.
- No he bajado sola – Contestó Andamana con gesto indiferente a la vez que seguía mirando a ninguna parte.
- ¿Ah, no? ¿y dónde está Gerehagua? ¿Se ha quedado atrás? – Preguntaba la vieja a la vez que unas preguntas hacían de respuestas a las anteriores.
- Llegaron antes que yo – Respondió la joven princesa antes que la vieja la soltase dando un paso para atrás y mirando para todos los lados buscando a la repugnante pareja sin entender nada.
Andamana, indiferente, siguió su camino. Los del lugar no entendían nada, era imposible que hubiesen bajado por el sendero sin que los hubiesen visto. No había otro modo de bajar o eso creían. Unos días más tarde algún pastor encontró a Gerehagua y su mujer. Yacían aplastados contra unos peñascos en el fondo del barranco, sobre el que se colgaba un acantilado de más de cien metros de alto y por el que se ceñía un estrecho y peligroso sendero que bajaba de la Fortaleza.
- ¿Eres Andamana, verdad? – Le preguntó una de las viejas que adelantándose a los chiquillos asustados parecía querer protegerlos del misterioso ser.
- Sí, soy yo – Respondió la joven mujer que parecía que a acababa de descubrirlo, mientras miraba a su alrededor como comprobando que todo estaba en su sitio. En su interior retumbaba una y otra vez la misma idea – Soy Andamana, ¡Soy Andamana!.
- ¡Pero mi niña! ¿Cómo te has atrevido a bajar sola por ese peligroso sendero? Preguntó preocupadala vieja con un tono tierno y cariñoso, mientras intentaba rodearla con sus gruesos brazos sin conseguirlo, pretendiendo protegerla sin saber de qué.
- No he bajado sola – Contestó Andamana con gesto indiferente a la vez que seguía mirando a ninguna parte.
- ¿Ah, no? ¿y dónde está Gerehagua? ¿Se ha quedado atrás? – Preguntaba la vieja a la vez que unas preguntas hacían de respuestas a las anteriores.
- Llegaron antes que yo – Respondió la joven princesa antes que la vieja la soltase dando un paso para atrás y mirando para todos los lados buscando a la repugnante pareja sin entender nada.
Andamana, indiferente, siguió su camino. Los del lugar no entendían nada, era imposible que hubiesen bajado por el sendero sin que los hubiesen visto. No había otro modo de bajar o eso creían. Unos días más tarde algún pastor encontró a Gerehagua y su mujer. Yacían aplastados contra unos peñascos en el fondo del barranco, sobre el que se colgaba un acantilado de más de cien metros de alto y por el que se ceñía un estrecho y peligroso sendero que bajaba de la Fortaleza.
jueves, 2 de julio de 2009
Andamana, la reina mala VIII
Desde hacía algún tiempo la palabra gentilhombres había perdido su masculinidad. Ciertas mujeres habían accedido a la asamblea por designación real. Algunas harimaguadas y la guayresa Andamana resumían la aportación femenina. Los hombres aún no se habían acostumbrado a su presencia y, aunque correctos con ellas, no solían darles conversación. Quizás se debía a que los nobles tenían prohibido dirigirse a las mujeres cuando se las encontraban solas por los caminos, delito que estaba castigado con la pena de muerte.
Andamana no necesitaba oír ni hablar con nadie para darse cuenta de las cosas. Perspicaz, observadora y más inteligente que cualquiera de los hombres presentes, poseía un olfato especial para presentir los acontecimientos. Su demoledora oratoria estaba provista de una afilada ironía que destrozaba a sus adversarios, a los que después golpeaba con una profunda y sonora carcajada ahogándolos definitívamente.
A sus cuarenta y tantos años largos disfrutaba de una madurez exquisita. Para ser mujer tenía una respetable altura que exageraba su delgadez. En los días de calor asomaban sus hombros de suave piel dorada. Su largo cuello tensado por esbeltos músculos quedaba desnudo cuando se recogía su larga cabellera sobre su espalda, bajo la que aparecían unas afiladas orejas. A veces, cuando el calor aligeraba su ropa, se adivinaban unos pechos decididos, bajo los cuales las ordenadas costillas se sucedían estrechando su vientre hasta su marcada cintura, donde nacían unas caderas cómplices de hermosas nalgas por las que se deslizaban fuertes pero delgadas piernas contorneadas.
La alegre mirada del curioso se sobresaltaba cuando de repente la mirada penetrante de sus brillantes ojos negros, que sobresalía del antifaz, se clavaban en los ojos de los atrevidos profanadores. Un escalofrío recorría sus cuerpos antes de poder liberarse, apresuradamente, de su imagen. Andamana no dejaba de ser un personaje controvertido. Mitad princesa mitad bruja o adivina, siempre era el centro de todas las miradas escondidas y los comentarios sordos.
Los más viejos aún recordaban a la pequeña dulce y juguetona antes de ingresar en el cenobio. Sus correrías siempre terminaban en los brazos de su orgulloso padre mientras, desde lejos, la dulce mirada atenta de su madre la vigilaba complacientemente. Andamana no era la misma. Lo dejó de ser cuando el humo asfixió su adolescencia y el fuego su gracioso joven rostro. La muerte trágica e inesperada de su madre pareció hundirla en un mundo gris e insensible y sobre sus delicados hombros cayó el peso de muchos años que aplastó su juventud. Sin embargo, no se refugió en la locura o la desesperación ni se marchitó su vitalidad como su belleza. Los dos largos años en la que estuvo recluida en Chipude, recuperándose de sus graves heridas, la hizo más fuerte. Sus lágrimas se endurecieron para nunca más volver a llorar. Ni siquiera las siguientes desgracias ensombrecieron su mirada. Aún se sorprenden los lugareños cuando recuerdan haberla visto bajar sola por el escabroso sendero que baja desde la Fortaleza de Chipude hasta el pueblo. Parecía un ser fantasmal envuelta en harapos y el rostro cubierto. Sabían que era ella, no podía ser otra, la princesa Andamana, aunque nunca la hubiesen visto desde que la dejaron allí al cuidado del viejo Gerehagua y su mujer. El despreciado Gerehagua hacía las funciones de enterrador y embalsamador pero sus amplios conocimientos lo facultaban como sanador. Muchos acudían a él, a pesar de despertar en sus pacientes un cierto pavor y repugnancia. No era de extrañar, aquel viejo descuidado y maloliente, tenía un carácter irascible que lo hacía acreedor de su fama de loco solitario.
Andamana no necesitaba oír ni hablar con nadie para darse cuenta de las cosas. Perspicaz, observadora y más inteligente que cualquiera de los hombres presentes, poseía un olfato especial para presentir los acontecimientos. Su demoledora oratoria estaba provista de una afilada ironía que destrozaba a sus adversarios, a los que después golpeaba con una profunda y sonora carcajada ahogándolos definitívamente.
A sus cuarenta y tantos años largos disfrutaba de una madurez exquisita. Para ser mujer tenía una respetable altura que exageraba su delgadez. En los días de calor asomaban sus hombros de suave piel dorada. Su largo cuello tensado por esbeltos músculos quedaba desnudo cuando se recogía su larga cabellera sobre su espalda, bajo la que aparecían unas afiladas orejas. A veces, cuando el calor aligeraba su ropa, se adivinaban unos pechos decididos, bajo los cuales las ordenadas costillas se sucedían estrechando su vientre hasta su marcada cintura, donde nacían unas caderas cómplices de hermosas nalgas por las que se deslizaban fuertes pero delgadas piernas contorneadas.
La alegre mirada del curioso se sobresaltaba cuando de repente la mirada penetrante de sus brillantes ojos negros, que sobresalía del antifaz, se clavaban en los ojos de los atrevidos profanadores. Un escalofrío recorría sus cuerpos antes de poder liberarse, apresuradamente, de su imagen. Andamana no dejaba de ser un personaje controvertido. Mitad princesa mitad bruja o adivina, siempre era el centro de todas las miradas escondidas y los comentarios sordos.
Los más viejos aún recordaban a la pequeña dulce y juguetona antes de ingresar en el cenobio. Sus correrías siempre terminaban en los brazos de su orgulloso padre mientras, desde lejos, la dulce mirada atenta de su madre la vigilaba complacientemente. Andamana no era la misma. Lo dejó de ser cuando el humo asfixió su adolescencia y el fuego su gracioso joven rostro. La muerte trágica e inesperada de su madre pareció hundirla en un mundo gris e insensible y sobre sus delicados hombros cayó el peso de muchos años que aplastó su juventud. Sin embargo, no se refugió en la locura o la desesperación ni se marchitó su vitalidad como su belleza. Los dos largos años en la que estuvo recluida en Chipude, recuperándose de sus graves heridas, la hizo más fuerte. Sus lágrimas se endurecieron para nunca más volver a llorar. Ni siquiera las siguientes desgracias ensombrecieron su mirada. Aún se sorprenden los lugareños cuando recuerdan haberla visto bajar sola por el escabroso sendero que baja desde la Fortaleza de Chipude hasta el pueblo. Parecía un ser fantasmal envuelta en harapos y el rostro cubierto. Sabían que era ella, no podía ser otra, la princesa Andamana, aunque nunca la hubiesen visto desde que la dejaron allí al cuidado del viejo Gerehagua y su mujer. El despreciado Gerehagua hacía las funciones de enterrador y embalsamador pero sus amplios conocimientos lo facultaban como sanador. Muchos acudían a él, a pesar de despertar en sus pacientes un cierto pavor y repugnancia. No era de extrañar, aquel viejo descuidado y maloliente, tenía un carácter irascible que lo hacía acreedor de su fama de loco solitario.
martes, 23 de junio de 2009
Andamana VII
El silencio acompañaba a los pasos del reo, un desgraciado muchacho de no más de catorce o quince años. Cabizbajo andaba casi arrastrando los pies descalzos mientras era empujado por los alguaciles que lo custodiaban. Sus ojos, casi sellados por las lágrimas secas, se escondían en su cara curtida y polvorienta colgada en su enjuto y sucio cuerpo desnudo. Un hermoso canario de color verde rompía el aire quieto al pasar revoloteando, casi rozando al niño-hombre, mientras le cantaba un triste secreto.
Los notables de la asamblea presenciaban casi ausentes la terrible escena. Sus frías miradas y helados cuerpos dejaban solos a los atormentados parientes del delincuente. Su joven madre moría de dolor retorciéndose y tapándose la cara. Como si estuviese ensayado, de repente los dos levantaron sus miradas para encontrarse y romper a llorar entre gritos, mientras la una y el otro eran agarrados por fayacanes y familiares. El cuerpo atado y tembloroso fue presa fácil de las rudas y fuertes manos de los fayacanes que arrastrándolo y empujándolo hasta la pared del fondo cayó desplomándose sobre la arena bruscamente. Los gritos de desesperación se transformaban en gritos de terror a medida que escuchaba la sentencia. Nuevos gritos ahora de dolor recibían los impactos precisos de las piedras que rebotaban en el cuerpo ensangrentado. Los desgarradores gritos se ahogaban hasta adormecerse. Momentos después, los lamentos también se alejaban siguiendo la estela del cuerpo inerte que era arrastrado al exterior del recinto. El triste y tierno recuerdo se mezclaba con el remordimiento de aquel padre que había visto suplicar a su hijo pidiéndole perdón por haberlo ofendido.
Tras unos minutos las frías estatuas parecían volver a respirar, unas aliviadas, otras suspirando como si le faltase el aire. El Gran Mencey luchaba por evitar que manasen pequeñas lágrimas de sus nerviosos ojos enrojecidos. Otras barbas mojadas disimulaban torpemente el interior de sus almas encogidas.
Poco a poco fue surgiendo, en aquel lugar, algunos sonidos que en forma de burbujas ascendían junto al humo que empezaba a salir de las cachimbas envolviéndolo todo. Los gentiles hombres carraspeaban antes de hablar con los más próximos en voz baja pero grave. Iban surgiendo algunas sonrisas que de vez en cuando terminaba en carcajada en las que se podían ver grandes dientes desgastados por masticar la arenilla de los molinos de piedra que se mezclaba con el gofio triturado.
Los notables de la asamblea presenciaban casi ausentes la terrible escena. Sus frías miradas y helados cuerpos dejaban solos a los atormentados parientes del delincuente. Su joven madre moría de dolor retorciéndose y tapándose la cara. Como si estuviese ensayado, de repente los dos levantaron sus miradas para encontrarse y romper a llorar entre gritos, mientras la una y el otro eran agarrados por fayacanes y familiares. El cuerpo atado y tembloroso fue presa fácil de las rudas y fuertes manos de los fayacanes que arrastrándolo y empujándolo hasta la pared del fondo cayó desplomándose sobre la arena bruscamente. Los gritos de desesperación se transformaban en gritos de terror a medida que escuchaba la sentencia. Nuevos gritos ahora de dolor recibían los impactos precisos de las piedras que rebotaban en el cuerpo ensangrentado. Los desgarradores gritos se ahogaban hasta adormecerse. Momentos después, los lamentos también se alejaban siguiendo la estela del cuerpo inerte que era arrastrado al exterior del recinto. El triste y tierno recuerdo se mezclaba con el remordimiento de aquel padre que había visto suplicar a su hijo pidiéndole perdón por haberlo ofendido.
Tras unos minutos las frías estatuas parecían volver a respirar, unas aliviadas, otras suspirando como si le faltase el aire. El Gran Mencey luchaba por evitar que manasen pequeñas lágrimas de sus nerviosos ojos enrojecidos. Otras barbas mojadas disimulaban torpemente el interior de sus almas encogidas.
Poco a poco fue surgiendo, en aquel lugar, algunos sonidos que en forma de burbujas ascendían junto al humo que empezaba a salir de las cachimbas envolviéndolo todo. Los gentiles hombres carraspeaban antes de hablar con los más próximos en voz baja pero grave. Iban surgiendo algunas sonrisas que de vez en cuando terminaba en carcajada en las que se podían ver grandes dientes desgastados por masticar la arenilla de los molinos de piedra que se mezclaba con el gofio triturado.
jueves, 18 de junio de 2009
Andamana, la reina mala (VI)
Los faycanes eran los mandadores de los distitos grupos de luchadores. De todos ellos el faycán de Tede, Rodríguez Semidán, era de lo más expertos. Su rotunda mirada castigaba a los jóvenes luchadores que, casi desnudos con vistosos dibujos amarillos en sus cuerpos, se movían ágilmente en el terreno, para evitar las envestidas del contrario o esquivar la bola de cuero, que los adversarios blanquiazules lanzaban violentamente contra ellos. Cuando el impacto era tan fuerte, que hacía sangrar al jugador por la nariz u otra parte de su cuerpo, este quedaba descalificado y era expulsado del terreno ante las advertencias del público que gritando ¡roja!¡roja! hacía referencia a la sangre, que tanto repugnaba a esta sociedad.Varias horas transcurrían hasta que quedaba descalificado algunos de los dos grupos, cuando superaban con creces las descalificaciones del contrario. Terminado el encuentro los gritos de alegría de los vencedores ahogaban los lamentos de los vencidos y sus seguidores que se llevaban las manos a sus cabezas golpeándose y saliendo del recinto apresuradamente.En ocasiones, cuando el honor no resistía la derrota, algunos guayres y faycanes se lanzaban al vacío gritado ¡vacaguaré! (¡quiero morir!). En otras eran los mismos desesperados seguidores los que tomaban esa decisión, despeñando a los faycanes que consideraban ser responsables de la derrota, con la esperanza que un mejor mandador recuperase el honor perdido.Una vez concluido el encuentro una nube de frailes franciscanos, que eran los únicos que sabían escribir, rodeaban a los luchadores y faycanes para escribir las crónicas, que luego contaban en las distintas parroquias. Solían ser muy prudentes en sus preguntas y comentarios. Más les valía. No era la primera vez que aparecían aplastados por grandes piedras o despeñados a las profundas simas o barrancos.
martes, 16 de junio de 2009
Andamana, la reina mala (V)
Tras él se exhibían sus nueve hijos varones. A diferencia del Gran Mencey, éstos eran altos, muy corpulentos y con grandes barbas. Sus duras facciones y miradas severas delataban su origen real, confirmado por sus respectivos bastones de mando o añepas. De todos ellos llamaba la atención el de mayor edad, por su larga cabellera y barba encanecida. Realmente parecía de más edad que su propio padre. Al celoso y desconfiado mencey le sorprendía y le costa creer la verdadera paternidad * de su primogénito. Aún recordaba, con extrañesa, haber jugado, cuando era niño con sus propios nietos. Quizás, por eso, siempre desterraba a sus sospechosos hijos a los bandos más alejados y le incomodaba su presencia.
Aguahuco, su hijo bastardo, siempre se sentaba en las gradas de enfrente, en lo más alto, junto a los jóvenes alzados o ultras. Estos iban casi desnudos con sus cuerpos pintados de azul y blanco mientras gritaban, bailaban y reían sosteniendo sobres sus manos sus grandes cachimbas de extraños olores.
En las grandes ocasiones como ésta, el Gran Mencey siempre se hacía acompañar del Guanarteme de turno. El Señor de los Vientos era conocido como el Gran Traidor, por ser el autor del Tratado de Catalayud, por el cuál Canarias se sometía a la Corona castellana-aragonesa a cambio de ciertos fueros o derechos. Su elevada estatura impresionaba casi tanto como el impresionante estandarte o pendón, que colgaba sobre el mástil de diez metros de altura, y que siempre hacía llevar con él. Con la elegancia que lo caracterizaba no usaba llevar tamarco sino lujosos trajes flamencos, florentinos o de otras plazas europeas. Su afamada superstición explicaba siempre su ubicación sobre siete escalones más alto que los demás. Decían que su meteórico ascenso en el poder provenía de ciertos poderes mágicos, que le permitía conseguir todo aquello que se proponía. De hecho, algunos aseguraban haberlo visto pescar salmones en el mismísimo barranco de Tauro.
Todo estaba a punto de empezar. Como era costumbre, antes de la asamblea, se realizaban rituales religiosos y juegos deportivos, en los que participaban los más famosos luchadores. Hacía tiempo que no se reunían lo más selecto de las islas.
La rivalidad existente entre los luchadores de las distintas islas era manifestada por los respectivos grupos de seguidores en las gradas. Un histerismo colectivo ensordecía el recinto entre gritos y cantos, a la vez que se agitaba el bravo mar de brazos provistos de ramas y hojas de palma. Los más grandes luchadores y las jóvenes promesas saltaban a la arena desfilando fríamente, a la vez que se saludaban los dos bandos contrincantes. El aplomo de los veteranos contrastaba con la excitación de los más jóvenes, pero en todos ellos se reflejaban en sus rostros un espíritu de nobleza y humildad, en el que el honor se hallaba muy por encima del orgullo.
Aunque en su mayoría eran nobles, que ostentaban el título de guayre, algunos eran de origen humilde, que con su proezas bélicas o deportivas habían conseguido la admiración y el reconocimiento de todos, como era el caso del joven valeroso de Arehucas, Doramas, más conocido como Tonono. Estos héroes estaban en el corazón de todo un pueblo y aún recordaban con orgullo y nostalgia a los ya desaparecidos o los que, como aquel joven Guayre, fueron vendidos en España. Se sabía que desde Villareal sería vendido a otros lugares recorriendo su nombre por media España.
lunes, 15 de junio de 2009
Andamana, la reina mala (IV)
Las risas, el murmullo y los gritos se extendían por toda la grada. La gente iba de acá para allá, saludándose y abrazándose. Los más jóvenes saltaban y hasta bailaban, agitando ramas en sus manos, siguiendo el ritmo de chácaras y tambores, mientras sonaban las caracolas, y los guayres y fayacanes golpeaban sus baras en el suelo.
El tufo a higos y manteca de cerdo con gofio se mezclaba con el fuerte olor a tabaco, que salía de las cachimbas de los más viejos e incluso de los más jóvenes, escondidos entre el gentío para no ser recriminados. De vez en cuando, se veían pasar a manadas de muchachos de un mismo bando, que cruzaban miradas amenazantes con otros, que sentados se reían y burlaban de ellos. Cada bando solía sentarse en un sitio distinto, arropado en torno a sus machos, que eran los mas fuertes y bravucones. Los líderes de la manada, casi siempre, se hallaban de pie haciendo aspavientos y gestos amenazantes a los machos de otros bandos, a los que les recordaban sus victorias en la brega o proferían desafíos.
El sol del mediodía iluminaba la Bombonera, el Gran Tagoror que se extendía cerca del barranco, por donde iban subiendo una hilera de gentes de todo tipo y de todos los lugares de las islas. Sus ropajes delataban su origen y condición social. Los nobles barbudos iban entrando en el recinto, mientras los plebeyos trasquilados merodeaban por los alrededores. Estaban adornados con plumas y collares y llevaban las caras pintadas. Las bellas muchachas parecían revolotear de un lado para otro, chismorreando al ver pasar a los hieráticos achimenceyes.
Algunos jóvenes príncipes y valerosos guerreros arrastraban tras de sí legendarias historias, en las que el arrojo, valor y honor era sus principales ingredientes. Muchos los seguían con sus miradas, en un gesto de admiración. Otros, en cambio, que por su fama en el combate y mayor edad, a medida que caminaban hasta la tribuna, fulminaban con sus miradas al gentío que se precipitaban a agachar la cabeza. El cotilleo perseguía a los siempre enamorados Gara y Jonay o a la bella Tenesoya acompañada por su francesísimo marido. El caso de la desafortunada y triste Iballa era distinto. La burla y la envidia daba paso a la pena y el desconsuelo.
Entre los príncipes y delegados de las distintas islas destacaba Tiguiza, primo de Zonzamas, antiguo rey de Titerogay, por su altivez y elegancia. Decían de él, en cambio, que no era digno de las cualidades de un noble. Algunos rumores hablaban de su afición a los juegos de azar, su vida ociosa y de ciertos escarceos amorosos con mujeres vulgares que no buscaban otra cosa que la fama.Como era de costumbre, pasada algunas horas se oían el sonar sordo de las caracolas que anunciaban la llegada del séquito real. Desde lejos se divisaba como ascendía por el graderío un bosque de varas, lanzas y pendones hasta la Tribuna. Ya en ella se podía ver al Gran Mencey sentado en su trono, con los pies apoyado sobre un pequeño y coqueto taburete, dado la cortedad de sus miembros inferiores, los cuales no alcanzaban a llegar al lejano suelo
El tufo a higos y manteca de cerdo con gofio se mezclaba con el fuerte olor a tabaco, que salía de las cachimbas de los más viejos e incluso de los más jóvenes, escondidos entre el gentío para no ser recriminados. De vez en cuando, se veían pasar a manadas de muchachos de un mismo bando, que cruzaban miradas amenazantes con otros, que sentados se reían y burlaban de ellos. Cada bando solía sentarse en un sitio distinto, arropado en torno a sus machos, que eran los mas fuertes y bravucones. Los líderes de la manada, casi siempre, se hallaban de pie haciendo aspavientos y gestos amenazantes a los machos de otros bandos, a los que les recordaban sus victorias en la brega o proferían desafíos.
El sol del mediodía iluminaba la Bombonera, el Gran Tagoror que se extendía cerca del barranco, por donde iban subiendo una hilera de gentes de todo tipo y de todos los lugares de las islas. Sus ropajes delataban su origen y condición social. Los nobles barbudos iban entrando en el recinto, mientras los plebeyos trasquilados merodeaban por los alrededores. Estaban adornados con plumas y collares y llevaban las caras pintadas. Las bellas muchachas parecían revolotear de un lado para otro, chismorreando al ver pasar a los hieráticos achimenceyes.
Algunos jóvenes príncipes y valerosos guerreros arrastraban tras de sí legendarias historias, en las que el arrojo, valor y honor era sus principales ingredientes. Muchos los seguían con sus miradas, en un gesto de admiración. Otros, en cambio, que por su fama en el combate y mayor edad, a medida que caminaban hasta la tribuna, fulminaban con sus miradas al gentío que se precipitaban a agachar la cabeza. El cotilleo perseguía a los siempre enamorados Gara y Jonay o a la bella Tenesoya acompañada por su francesísimo marido. El caso de la desafortunada y triste Iballa era distinto. La burla y la envidia daba paso a la pena y el desconsuelo.
Entre los príncipes y delegados de las distintas islas destacaba Tiguiza, primo de Zonzamas, antiguo rey de Titerogay, por su altivez y elegancia. Decían de él, en cambio, que no era digno de las cualidades de un noble. Algunos rumores hablaban de su afición a los juegos de azar, su vida ociosa y de ciertos escarceos amorosos con mujeres vulgares que no buscaban otra cosa que la fama.Como era de costumbre, pasada algunas horas se oían el sonar sordo de las caracolas que anunciaban la llegada del séquito real. Desde lejos se divisaba como ascendía por el graderío un bosque de varas, lanzas y pendones hasta la Tribuna. Ya en ella se podía ver al Gran Mencey sentado en su trono, con los pies apoyado sobre un pequeño y coqueto taburete, dado la cortedad de sus miembros inferiores, los cuales no alcanzaban a llegar al lejano suelo
sábado, 13 de junio de 2009
Andamana, la reina mala (III)
-Es cierto, no son buenas noticias –afirmó ahora con mayor dignidad y formalidad– Los maestros se han vuelto a levantar en cuatro faycanatos y diez bandos.
-¡Maldita maná de cabras! –Exclamó Andamana- ¿Y qué quieren ahora? –volvió a preguntar.
-Quieren… quieren los mismos derechos que los sigoñes –respondió el secretario, ahora expectante -¡Jajajajaa..! -rompió a reir como una loca, mientras se inclinaba para apoyarse en la mesa con sus manos -¿Pero quienes se han creido que son esos inútiles? –preguntó, apretando los dientes y arrugando los ojos de su inexpresiva cara –los achimenceyes y sigoñes no podemos trabajar está mal visto. ¿Es que pretenden ir contra nuestras costumbres y normas sagradas?!
-Han exigido poder dejarse el pelo largo –aclaró el secretario mientras Andamana seguía maldiciendo –¡De eso nada!¡Son achicaxnas! ¡Ya les he ofrecido dejarse un dedo más por cada seis años de trabajo!
-¡Maldita maná de cabras! –Exclamó Andamana- ¿Y qué quieren ahora? –volvió a preguntar.
-Quieren… quieren los mismos derechos que los sigoñes –respondió el secretario, ahora expectante -¡Jajajajaa..! -rompió a reir como una loca, mientras se inclinaba para apoyarse en la mesa con sus manos -¿Pero quienes se han creido que son esos inútiles? –preguntó, apretando los dientes y arrugando los ojos de su inexpresiva cara –los achimenceyes y sigoñes no podemos trabajar está mal visto. ¿Es que pretenden ir contra nuestras costumbres y normas sagradas?!
-Han exigido poder dejarse el pelo largo –aclaró el secretario mientras Andamana seguía maldiciendo –¡De eso nada!¡Son achicaxnas! ¡Ya les he ofrecido dejarse un dedo más por cada seis años de trabajo!
El secretario, inmóvil, miraba de reojo a la guayresa, que se paseaba alocadamente a lo largo de la habitación. Parecía que estuviese haciendo un gran y doloroso esfuerzo para dar a luz palabras mayores.
-Señora, el Gran Mencey ha convocado el Tagoror, quiere verla urgentemente –dijo apresuradamente, hasta que finalmente se sintió aliviado, secándose unas gotas de sudor de la frente.
Andamana volvió a estallar convocando a los malos espíritus y maldiciendo una y otra vez al mismísimo mencey - ¡Gran enano de mierda! –Ante el estupor del secretario.
La mala y difícil relación entre el Gran Mencey y su supuesta hija era conocida por todos. Había pasado muchos años desde “aquello” y las heridas no se habían curado y menos las cicatrices que se escondían tras el antifaz de Andamana.
Ella sabía que su supuesto padre la detestaba. No soportaba verla. Veía en el rostro de su hija el recuerdo tortuoso que lo hacía sentir culpable. No era de extrañar que la hubiese desterrado a un lugar tan apartado e inaccesible, como el Valle de Argodoy. No era el odio sino la vergüenza, la duda y el orgullo lo que le separaba de su posible hija a la que abrazaba en su imaginación suplicandole perdón.
Ella lo despreciaba, pero no era la fuerza del odio, el resentimiento lo que le empujaba a ridiculizarlo y ponerlo en evidencia ante los demás. Despreciaba su pereza y su torpeza y su estatura e inteligencia no era mayor a la de Imbécil. No había tampoco en ella ningún sentimiento de venganza, era una fuerza mayor la que la hacía sonreir, mientras se acariciaba su cara de piel de cerdo: Era su ambición.
Sabía que ahora tendría que dar explicaciones y soluciones, que no poseía, ante aquel Gran enano. Su orgullo le quemaba más que el fuego en la cara. El inútil de su supuesto padre era más inútil que aquella mana de cabras que reclamaban tener el pelo mas largo.
Finalmente, y a modo de conclusión, inspiró profundamente y, pensando en el Gran enano, exclamó -¡Imbecil! –de repente, y ante el asombro de los dos, se abrió la puerta y una cabeza blanquiroja preguntó - ¿Sí, señora…? ( CONTINUARÁ )
La mala y difícil relación entre el Gran Mencey y su supuesta hija era conocida por todos. Había pasado muchos años desde “aquello” y las heridas no se habían curado y menos las cicatrices que se escondían tras el antifaz de Andamana.
Ella sabía que su supuesto padre la detestaba. No soportaba verla. Veía en el rostro de su hija el recuerdo tortuoso que lo hacía sentir culpable. No era de extrañar que la hubiese desterrado a un lugar tan apartado e inaccesible, como el Valle de Argodoy. No era el odio sino la vergüenza, la duda y el orgullo lo que le separaba de su posible hija a la que abrazaba en su imaginación suplicandole perdón.
Ella lo despreciaba, pero no era la fuerza del odio, el resentimiento lo que le empujaba a ridiculizarlo y ponerlo en evidencia ante los demás. Despreciaba su pereza y su torpeza y su estatura e inteligencia no era mayor a la de Imbécil. No había tampoco en ella ningún sentimiento de venganza, era una fuerza mayor la que la hacía sonreir, mientras se acariciaba su cara de piel de cerdo: Era su ambición.
Sabía que ahora tendría que dar explicaciones y soluciones, que no poseía, ante aquel Gran enano. Su orgullo le quemaba más que el fuego en la cara. El inútil de su supuesto padre era más inútil que aquella mana de cabras que reclamaban tener el pelo mas largo.
Finalmente, y a modo de conclusión, inspiró profundamente y, pensando en el Gran enano, exclamó -¡Imbecil! –de repente, y ante el asombro de los dos, se abrió la puerta y una cabeza blanquiroja preguntó - ¿Sí, señora…? ( CONTINUARÁ )
viernes, 12 de junio de 2009
Andamana , la reina mala (II)
Ya no parecía ni fría, ni negra, ni dura, ni inmóvil. Sus gritos quebraron la noche, cuando ya aclaraba el día. Su larga cabellera rizada se agitaba, desordenadamente escondiendo un rostro tapado por las sombras, que iban desapareciendo. Sus manos, donde las venas se confundían con arrugas, coincidieron en la cara al encenderse la luz.
-¿Qué ocurre Señora?
¡Apaga la luz imbécil! –Respondió airadamente, mientras su cuerpo se retorcía, entre el asco y la furia.
Imbécil, era un ser rechoncho y bajito, con los ojos fuera de sus órbitas. El rojiblanco de su piel y sus canas caracterizaban la parte visible de su cuerpo, que sobresalía más allá de su cuello encorbatado. Posiblemente, ya no recordaba su nombre, simplemente era Imbécil. A sus sesenta y tantos años se apresuraba, cojeando, en llegar hasta la puerta. Tras cerrarla se oyó un suspiro. Al fin y al cabo había corrido mejor suerte que la anciana araña.
La mirada volvió a su sitio natural, reclamada por un lejano sonido. El claxon de la guagua, que iba contando las vueltas de la polvorienta carretera, que se precipitaba montaña a bajo. Las montañas ya sacaban sus colores, y la estela de polvo, como si de un meteorito se tratara, delataba a Ramón, el joven chofer y antiguo corredor de la escudería de Telde. Disfrutaba, deslizándose ladera abajo, como si estuviese haciendo surf. Sin embargo, el resto del pueblo soñaba con la tan anhelada nueva carretera. En menos de media hora se llegaría hasta La Candelaria ,y de ahí a Añaza solo quedaba un suspiro.
Aún, quedaría media hora para que la escandalosa guagua dejara de balar y de levantar polvo. Para cuando eso, ya el peine de púas y otros instrumentos habría desistido de arreglar aquella cabellera. Su larga bata había desaparecido; en su lugar: collares, un jersey negro y unas botas negras largas, que aprisionaban los pantalones estrechos, sujetados en la cintura por un gran cinturón. La atenta mirada del pastor parecía admirar aquella figura. Parecía una princesa, de hecho lo era y, además, era Guayresa, Consejera del Gran Tinerfe, Mencey de Canarias. El viejo pastor lamentaba, tras su admiración el trágico accidente, mientras la Guayresa Andamana se cubría su rostro con su antifaz de piel de cerdo.
El olor a café ya inundaba el despacho, cuando se oyó dos pausados golpes secos sobre la puerta ,como si el primero anunciase al segundo y el segundo a Imbécil.
-¡Pasa! –dijo Andama con una voz entre seca y amenazante.
-El secretario está aquí -dijo la cabeza rojiblanca pegada al extremo de la puerta entreabierta.
- Buenos días -dijo el secretario que mediaba los cuarenta años, apareciendo por detrás de Imbécil, mientras se ajustaba la corbata con una mano y agarraba el maletín con la otra.
- Humm -Fue la respuesta.
- ¿Qué me cuentas? –preguntó Andamana, sin hacer caso a los torpes comentarios aduladores del secretario que quería aparentar seguridad.
- Buenoo..-Titubeó -¿Bueno? –repitió interrogando Andamana para preguntar después- ¿Parece que quieres decir malo?
A medida que el secretario perdía la seguridad y ganaba nerviosismo, se afanaba en apretarse la corbata, ahora con las dos manos, como si quisiera ahogarse más de lo que estaba.
-¿Qué ocurre Señora?
¡Apaga la luz imbécil! –Respondió airadamente, mientras su cuerpo se retorcía, entre el asco y la furia.
Imbécil, era un ser rechoncho y bajito, con los ojos fuera de sus órbitas. El rojiblanco de su piel y sus canas caracterizaban la parte visible de su cuerpo, que sobresalía más allá de su cuello encorbatado. Posiblemente, ya no recordaba su nombre, simplemente era Imbécil. A sus sesenta y tantos años se apresuraba, cojeando, en llegar hasta la puerta. Tras cerrarla se oyó un suspiro. Al fin y al cabo había corrido mejor suerte que la anciana araña.
La mirada volvió a su sitio natural, reclamada por un lejano sonido. El claxon de la guagua, que iba contando las vueltas de la polvorienta carretera, que se precipitaba montaña a bajo. Las montañas ya sacaban sus colores, y la estela de polvo, como si de un meteorito se tratara, delataba a Ramón, el joven chofer y antiguo corredor de la escudería de Telde. Disfrutaba, deslizándose ladera abajo, como si estuviese haciendo surf. Sin embargo, el resto del pueblo soñaba con la tan anhelada nueva carretera. En menos de media hora se llegaría hasta La Candelaria ,y de ahí a Añaza solo quedaba un suspiro.
Aún, quedaría media hora para que la escandalosa guagua dejara de balar y de levantar polvo. Para cuando eso, ya el peine de púas y otros instrumentos habría desistido de arreglar aquella cabellera. Su larga bata había desaparecido; en su lugar: collares, un jersey negro y unas botas negras largas, que aprisionaban los pantalones estrechos, sujetados en la cintura por un gran cinturón. La atenta mirada del pastor parecía admirar aquella figura. Parecía una princesa, de hecho lo era y, además, era Guayresa, Consejera del Gran Tinerfe, Mencey de Canarias. El viejo pastor lamentaba, tras su admiración el trágico accidente, mientras la Guayresa Andamana se cubría su rostro con su antifaz de piel de cerdo.
El olor a café ya inundaba el despacho, cuando se oyó dos pausados golpes secos sobre la puerta ,como si el primero anunciase al segundo y el segundo a Imbécil.
-¡Pasa! –dijo Andama con una voz entre seca y amenazante.
-El secretario está aquí -dijo la cabeza rojiblanca pegada al extremo de la puerta entreabierta.
- Buenos días -dijo el secretario que mediaba los cuarenta años, apareciendo por detrás de Imbécil, mientras se ajustaba la corbata con una mano y agarraba el maletín con la otra.
- Humm -Fue la respuesta.
- ¿Qué me cuentas? –preguntó Andamana, sin hacer caso a los torpes comentarios aduladores del secretario que quería aparentar seguridad.
- Buenoo..-Titubeó -¿Bueno? –repitió interrogando Andamana para preguntar después- ¿Parece que quieres decir malo?
A medida que el secretario perdía la seguridad y ganaba nerviosismo, se afanaba en apretarse la corbata, ahora con las dos manos, como si quisiera ahogarse más de lo que estaba.
( CONTINUARÁ )
domingo, 7 de junio de 2009
Andamana , la reina mala (I)
Cuando las noches enviudan son mas largas. Quizás, pierden el sentido del tiempo recordando la Luna, que con su velo blanco cubre el valle dormido. Las horas pasan lentamente, posiblemente sean las mismas, que dan vueltas y vueltas, sin querer despertar del sueño mágico. Ese sueño dormido que siempre tiene una leve sonrisa sobre la cara amable de la Luna. Pero a veces, la noche cerrada frunce su ceño y aprieta el puño golpeando las montañas. Retumba el valle aterrado, entre histéricos truenos y relámpagos, que dejan ver siniestras siluetas. Es en ese instante cuando salen los extraños animales de la noche, que se ocultan durante el día. También, es cuando sale lo peor de nosotros mismos: nuestros miedos, nuestros deseos… gritan, desesperados, queriendo respirar insistentemente el aire de la noche oscura. Sin embargo, algo esta atado a nosotros mismo, mil cadenas lo rodean asfixiantemente y en cada imperceptible movimiento, cada mínimo respiro nuestros ojos se encienden gritando a nuestro cuerpo que se sacude e incorpora violentamente bañado en sudor: son nuestros secretos.
Entre las almas vagabundas, algunas se confunde con los pastores del amanecer, que con sus mantas bordadas o pieles de cabras, delatados por el humo de sus cachimbas, siempre esperan escondidos, entre montañas la llegada de Acorán, en forma de Magec. Un largo, suave, respetuoso silbido precede el despertar y en majestad, rodeado por sus cegadores rayos naranjas, rojos y amarillos, trepa sobre las montañas.
Lejos, pero muy cerca, se alza la Fortaleza, entre abismos anunciadores de antiguos suicidios, que fueron casi siempre asesinatos. Tras la ventana, como una gárgola desafiando los abismos, surge su mirada, que parece intentar rescatar a los inocentes. Su fría figura, negra como la noche, dura como el basalto, inmóvil como la muerte, permanece inalterable sin querer soñar, como si sospechara que inevitablemente perdería algo, quizás todo, si no estuviese alerta. Siguiendo el tic tac del viejo reloj, sus pensamientos se cruzan, como si estuviese tejiendo los hilos de una tela de araña.
-¿Una araña…? ¡Una araña!
El terrible golpe acabó, fulminantemente, con la vida de aquel anciano insecto, que se tambaleaba por las esquinas del palacio. Maldecidos, siempre, los insectos y lagartijas que salían de la tierra eran tan odiados como temidos. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una de las tantas formas en la que aparecía Guayota.
Ya no parecía ni fría, ni negra, ni dura, ni inmóvil. Sus gritos quebraron la noche, cuando ya aclaraba el día. Su larga cabellera rizada se agitaba, desordenadamente escondiendo un rostro tapado por las sombras, que iban desapareciendo. Sus manos, donde las venas se confundían con arrugas, coincidieron en la cara al encenderse la luz.
-¿Qué ocurre Señora?
-¡Apaga la luz imbécil! –Respondió airadamente, mientras su cuerpo se retorcía, entre el asco y la furia.
Imbécil, era un ser rechoncho y bajito, con los ojos fuera de sus órbitas. El rojiblanco de su piel y sus canas caracterizaban la parte visible de su cuerpo, que sobresalía más allá de su cuello encorbatado. Posiblemente, ya no recordaba su nombre, simplemente era Imbécil. A sus sesenta y tantos años se apresuraba, cojeando, en llegar hasta la puerta. Tras cerrarla se oyó un suspiro. Al fin y al cabo había corrido mejor suerte que la anciana araña. ( CONTINUARÁ )
Entre las almas vagabundas, algunas se confunde con los pastores del amanecer, que con sus mantas bordadas o pieles de cabras, delatados por el humo de sus cachimbas, siempre esperan escondidos, entre montañas la llegada de Acorán, en forma de Magec. Un largo, suave, respetuoso silbido precede el despertar y en majestad, rodeado por sus cegadores rayos naranjas, rojos y amarillos, trepa sobre las montañas.
Lejos, pero muy cerca, se alza la Fortaleza, entre abismos anunciadores de antiguos suicidios, que fueron casi siempre asesinatos. Tras la ventana, como una gárgola desafiando los abismos, surge su mirada, que parece intentar rescatar a los inocentes. Su fría figura, negra como la noche, dura como el basalto, inmóvil como la muerte, permanece inalterable sin querer soñar, como si sospechara que inevitablemente perdería algo, quizás todo, si no estuviese alerta. Siguiendo el tic tac del viejo reloj, sus pensamientos se cruzan, como si estuviese tejiendo los hilos de una tela de araña.
-¿Una araña…? ¡Una araña!
El terrible golpe acabó, fulminantemente, con la vida de aquel anciano insecto, que se tambaleaba por las esquinas del palacio. Maldecidos, siempre, los insectos y lagartijas que salían de la tierra eran tan odiados como temidos. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una de las tantas formas en la que aparecía Guayota.
Ya no parecía ni fría, ni negra, ni dura, ni inmóvil. Sus gritos quebraron la noche, cuando ya aclaraba el día. Su larga cabellera rizada se agitaba, desordenadamente escondiendo un rostro tapado por las sombras, que iban desapareciendo. Sus manos, donde las venas se confundían con arrugas, coincidieron en la cara al encenderse la luz.
-¿Qué ocurre Señora?
-¡Apaga la luz imbécil! –Respondió airadamente, mientras su cuerpo se retorcía, entre el asco y la furia.
Imbécil, era un ser rechoncho y bajito, con los ojos fuera de sus órbitas. El rojiblanco de su piel y sus canas caracterizaban la parte visible de su cuerpo, que sobresalía más allá de su cuello encorbatado. Posiblemente, ya no recordaba su nombre, simplemente era Imbécil. A sus sesenta y tantos años se apresuraba, cojeando, en llegar hasta la puerta. Tras cerrarla se oyó un suspiro. Al fin y al cabo había corrido mejor suerte que la anciana araña. ( CONTINUARÁ )
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La sal de tu ausencia
Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...
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Los ojos más bellos que horadaron el tiempo se han dormido en tus manos y la cama vacía se ha acurrucado de sonrisas heridas, ...
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Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...
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S i he de mentirte alguna vez prefiero que sea en la noche cerrada donde las lágrimas escondan su brillo y el viento anuncie la despedida c...