Las filas de los pasajeros que estaban facturando, iban desapareciendo poco a poco, y los últimos taxis llegaban de forma apresurada, dejando a sus clientes, que, histéricos, gritaban entre sí, y corrían, sin poder cargar las pesadas maletas. Juan era de esos hombres que pasan desapercibidos, de los que están para hacer bulto o acompañar a “alguien”. En realidad era una especie de “nadie”, que por casualidad tenía nombre, aunque, éste era como el tercer apellido de su esposa. Parecía estar luchando con la pesada y vieja maleta, que intentaba escapar, quizás acomplejada por no tener ruedas como las demás. Mientras tanto, Victoria Eugenia de todos los Santos, lo golpeaba, con su abanico, sin dejar de gritarle lo incompetente que era y los malos augurios que le esperaban. Juan y los burros de su pueblo se diferenciaban en la camisa de manga larga con cuadros verdes y los pantalones grises que llevaba, sin embargo, el trato recibido no era muy distinto.
Victoria Eugenia era una respetable dama de un pequeño pueblo de Ávila. Su distinguida familia era una de las más antiguas del lugar. Su casa, situada en el centro del pueblo, estaba llena de fotografías antiguas. Su abuelo fue un héroe de la División Azul, que aún era recordado por aquella estampita de Hitler, enmarcada en un portarretrato de plata, que trajo de la II Guerra Mundial. Su otro abuelo murió como un mártir en la Guerra Civil, por culpa de un avión soviético que asustó a la vaca que ordeñaba, quedando literalmente aplastado. La foto de su padre quedaba sobre la alacena. Era un famoso poeta que recitaba sus romanceros a sus clientes, cuando venían a recoger o dejar los zapatos. Junto a él una larga fila de fotos de bodas, bautizos y comuniones, entre la que destacaba la de su querida y admirada tía María Luisa Fernanda de Jesús, maestra de escuela, desde que dejó la Sección Femenina.
Victoria Eugenia se fue quedando sin amigas con el transcurrir de los años. La mayoría de ellas, tras casarse, se iban a vivir a la capital o a Madrid. Ella no encontró al hombre adecuado para ser su príncipe consorte y, cuando se dio cuenta, nadie estaba a su lado. Temerosa de quedarse solterona, no lo dudó y se casó con ese “Nadie” que estaba a su lado, es decir con Juan.
El mes antes, estuvo visitando a casi todo el vecindario para despedirse y explicar con todo lujo de detalles el viaje que iban a realizar. Marta y su hijo más pequeño se quedaría en Barcelona, en casa de su amiga Cristina, cuyos hijos siempre veraneaban en el pueblo, alojándose en su casa. A Victoria Eugenia no le gustaba su comportamiento tan moderno, pero se llevaban realmente bien con sus hijos, que disfrutaban de la compañía de jóvenes tan escasos en el pueblo.
Cuando el sudoroso Juan, arrastraba la maleta, sufriendo los azotes de Victoria Eugenia, como si estuviese subiendo al Monte Calvario y no a un crucero de placer, alguien tocó el hombro de la distinguida dama.
-¿Victoria! –Preguntó ante la desconcertada dama -¡Pero que sorpresa!
(CONTINUARÁ)