
Con esa encantadora y graciosa decadencia, y en medio de convulsiones sociales, económicas y políticas, solemos manifestar comportamientos verdaderamente patéticos.
Estos últimos días, esperando los vientos fríos, que traen el espíritu navideño, nos vimos envueltos por las noticias: por el sur, el cólera en la trágica Haití; al este, el temor a una escalada bélica en Corea; al oeste una amenazante borrasca, que prometía darnos más de un susto; y desde el norte las revelaciones de Wikileaks salpicaban de mierda y corrupción a los gobiernos y empresas más poderosas del planeta.
No salía de mi asombro, frente al cristal del televisor o de mi PC, pero eso no era todo, aún faltaba lo mejor, o lo peor según se entienda y quien lo entienda. A las 6 de la tarde del viernes, tres de diciembre, cuando media España se disponía a atravesar el largo puente constitucional, saltó la noticia: se cerraba todo el espacio aéreo español debido al abandono de sus puestos de trabajo de la mayoría de los controladores aéreos, alegando indisposición o haber superado el número de horas de trabajo permitidas. Las cámaras de televisión nos mostraron, entonces, escenas de indignación y desesperación, protagonizadas por cientos de los miles de viajeros en los hacinados aeropuertos españoles, que perdieron sus vuelos, su dinero, sus ilusiones, la paciencia y los nervios.
Solidarizados con la causa de esos martirizados rehenes, secuestrados por los malvados controladores, según nos contaron miembros del gobierno, asistimos, los millones de telespectadores, que de paso nos congratulamos por no haber viajado, a un telecirco romano, donde los periodistas sacaron a los controladores de su catacumba, en el ya conocidísimo Hotel Auditorium, para arrojarlos a los viajeros que coincidieron en ese hotel o se aproximaron hasta él con las garras afiladas y rugiendo su malestar.
Creo que ya no podré olvidar, de aquella terapia colectiva, las imágenes de dos mujeres, una de ellas agarrada fuertemente a la otra, que fingía sonreír, mientras se giraba para mirar horrorizada como las perseguían, a pesar de la protección policial, y le sacaban fotos con móviles o las grababan con cámaras, mientras los indignados viajeros y los millones de telespectadores gritábamos al unísono: “¡las gilipollas, las gilipollas,...!