Las paredes de tu existencia,
de tu olvido,
reducen tu alma ennegrecida,
mutilada,
rezumando un odio grasiento,
que empapa trocitos de recuerdos
que se alejan en el tiempo,
como si cayeran en el profundo pozo del amanecer,
pero te acechan en la noche cerrada
surgiendo como la marea que te inunda
y te ahoga en el mar sudoroso de los sueños,
enredado entre las neuronas que sobrevivieron
cuando dejaste de ser humano,
para convertirte en un monstruo marino,
maloliente.
Y ahora,
cuando los años
te atemorizan
y la luz alumbra el fondo de los pozos
te pesan las cadenas
que forjaron tus culpas,
con los huesos de tus víctimas,
que chirrían como gritos de clemencia,
y al amanecer tu pulso tiembla
cuando la muerte te acaricia,
recordándole, al verdugo,
aquellas víctimas temblorosas,
desnudas, ensangrentadas,
de aquel amanecer,
que ahora se repite,
con los que compartes tus lloros
y que te esperan
bajo la tierra