Antes de que a
alguien se le ocurriera inventar el
telégrafo y se tendieran miles y miles de kilómetros de cable,
uniendo continentes y océanos, como si se tejiera una inmensa tela de araña
para atrapar al mundo para siempre; las noticias se tomaban su tiempo para
recorrer las distancias, a veces insuperables, otras tardaban semanas, meses en muchos casos. Las cosas ocurrían
cuando tenían que ocurrir, sin prisas, en su momento. Las guerras se hacían en
verano y luego se sembraba. Los días eran
largos, la vida corta. Y todo ya estaba escrito, sólo había que
esperar y morir y resucitar.
Cuando escribo estas palabras puedo hacer
clic con el ratón en una pestaña del
monitor y saber si ya hay un nuevo gobierno en Grecia o en Italia;
si el dictador de un país de África es el mismo de ayer o la OTAN y/o el
presidente Obama han puesto a otro; si ya estamos salvados o nos hundimos
definitivamente en la crisis económica que nos tiene atenazados; si los hijos
de Rajoy se han comido hoy los dos plátanos o no; si el paro sigue aumentando a
unas cifras de vértigo o existen los milagros, o si el dichoso volcán del Hierro estalla de una vez o
nos va a tener en ascuas para siempre.

El vértigo nos acorrala
y nos va devorando por dentro, minando nuestras ilusiones,
carcomiendo la esperanza, rebajando nuestras expectativas hasta quedar colgados en el presente, en ese
abismo al que no nos atrevemos a mirar. A veces parecen que hasta los apocalípticos
hayan enmudecidos superados por una realidad que se muestra despiadada como si fuera todo a explotar.
Y tanto es el miedo a lo que pueda ocurrir que casi deseamos
que ocurra de una vez por todas para poder superarlo cuanto antes. Todo
eso, de alguna manera, parece que está simbolizado por el volcán
del Hierro, esa continua amenaza, una posible erupción que puede ser
violenta o explosiva y que puede surgir en cualquier momento y en cualquier
lugar de la isla, mientras los sismos aterrorizan sin tregua a sus habitantes. Pocos hombres y mujeres han conocido, en la
rica y tranquila Europa, una situación tan llena de incertidumbre, donde nos estamos
jugando tanto nuestro porvenir, incapaces de
hacer nada, superados por las adversidades, solo contemplando las
aguas del Mar de Las Calmas esperando a que todo ocurra, como si, de repente, nos diésemos cuenta de que somos mortales, mientras se agrieta, cada vez más, nuestro Olimpo.