Los que nacimos en el tardofranquismo, y descubrimos la adolescencia en la Transición democrática, fuimos sorprendidos por un estallido de sensaciones y emociones agridulces después de años vagando en tardes tibias. Las nuevas ideas nos inundaron, sin poder abarcar tantos cambios. Las imágenes se superponían, acribillándonos a bocajarro. Como un terremoto los “buenos” se precipitaron desde los altares y ya nada sería como antes. Nos rebelamos, cada hogar se convirtió en una guerra civil, y surgieron cementerios de ideas caducas para reinventar todos nuestros recuerdos.
Mi abuelo rebozaba de felicidad cuando leyó aquella carta. Casi un año más tarde reapareció mi tío Ramón, llegó en los últimos convoyes que lograron escapar de un frente que se desplomaba, la guerra se perdía, pero eso ya daba igual. Cuando llegó definitívamente, fue recibido como un héroe, también, se convirtió en un salvador. El dinero que trajo se empleó en medicinas que alargaron la vida de Isabel. Mi tío Ramón trajo muchos regalos, que fueron repartidos entre sus hermanos, sobre todo los más pequeños. Isabel murió tres años más tarde. Mi tío Ramón pasó de ser un héroe a un gran jugador de fútbol, hasta que un grave accidente lo dejó paralítico para siempre.
No recuerdo que edad tenía yo, cuando regresé del colegio en medio de pensamientos confusos, una ácida incertidumbre recorría mi cuerpo, me sentía defraudado, aquella imagen se reveló como una aparición que te escupe en el alma. Entonces lo entendí todo. Era un regalo, uno de esos regalos que trajo mi tío Ramón, y que fue a parar a la caja de galletas. Volví a coger la foto de mi abuelo Antonio, está vez desafiándolo con la mirada, en el reverso había algo escrito, no lo entendía, salvo aquellas palabras que había explicado el profesor: “Adolf Hitler”
Sin saberlo, durante toda mi infancia estuve confundiendo aquel retrato de Adolf Hitler creyendo que era mi abuelo Antonio, ahora me avergüenzo de él, no sé como perdonarlo, pero sé que tengo que convivir con ello.