
Ya en el interior de la humilde casita de madera, bajan por una larga rampa, moviéndose torpemente, chocando unos contra los otros y emitiendo pequeños gruñidos, como si fuera una manada de ratas desorientadas. En la oscuridad, el silencio parece adormecerlos hasta que se oye la débil voz de uno de ellos, que inicia una especie de plegaria que repiten los demás intermitentemente, provocando un murmullo que se vuelve ensordecedor a medida que rezan cada vez más rápido, casi gritando, a la vez que despiden un olor nauseabundo que ilumina todo el espacio, hasta que, casi al unísono, comienzan a vomitar una especie de jugo verdoso muy espeso con babosas flemas ensangrentadas.
El lugar se vuelve fangoso e irrespirable. Es entonces cuando, precipitadamente, salen exhaustos y jadeantes de allí, con sus estómagos vacíos, y, tras ponerse sus enormes disfraces, se mueven entre ellos violentamente, como si estuviesen bailando una danza guerrera, mientras que, a modo de lamentos emiten, abriendo exageradamente sus fauces voraces, unos rugidos atronadores que se extiende por todo el planeta, tras lo cual comienzan a correr en todas las direcciones, dispuestos a devorar el mundo y saciar nuevamente su codicia desmedida.