El día en que nació, sus ojos le
negaron la mirada; sus oídos lo enclaustraron en el silencio; su voz, sin savia que lo hiciera crecer, se marchitó
para siempre. Desde entonces, el olor del llanto o el aroma de la risa fueron
su único cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo. Los años pasaron
entre las frías fragancias del invierno y
los resecos amaneceres del verano; entre las rebeldes esencias de
primavera y la fetidez otoñal de lo caduco. Así, su nariz se convirtió en su alma, donde
se acumulaban sus sentidos, que daban forma a sus sensaciones, sus
sentimientos, sus emociones. Husmeó mil lugares, con sus emanaciones tan
particulares que los rondaban: la pestilencia del vicio y la degradación; el hedor penetrante del
egoísmo; pudo diferenciar donde se respiraba solidaridad y bondad de aquellos
otros lugares que apestaban a maldad y codicia.
El día que lo operaron, sin saber
por qué ni para qué, despertó horrorizado al comprobar que no podía olfatear la
luz ni oler los colores. Todo le pareció insípido y sólo cuando cerraba
fuertemente los ojos podía encontrarse con sí mismo y entender su mundo tan
diferente al que acababa de descubrir. Desquiciado, el suicidio lo acercó a la
muerte y lo alejó definitivamente de una vida aún por disfrutar. Desde
entonces, dicen, que su alma penitente ronda por las noches los cementerios adornados con flores frescas,
los asilos llenos de ternura, o cualquier hogar donde una tarta al horno se
haya quemado. También cuentan que su espectro tiene forma de una nariz grande y
feliz.