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Andamana, la reina mala (III)

-Es cierto, no son buenas noticias –afirmó ahora con mayor dignidad y formalidad– Los maestros se han vuelto a levantar en cuatro faycanatos y diez bandos.
-¡Maldita maná de cabras! –Exclamó Andamana- ¿Y qué quieren ahora? –volvió a preguntar.
-Quieren… quieren los mismos derechos que los sigoñes –respondió el secretario, ahora expectante -¡Jajajajaa..! -rompió a reir como una loca, mientras se inclinaba para apoyarse en la mesa con sus manos -¿Pero quienes se han creido que son esos inútiles? –preguntó, apretando los dientes y arrugando los ojos de su inexpresiva cara –los achimenceyes y sigoñes no podemos trabajar está mal visto. ¿Es que pretenden ir contra nuestras costumbres y normas sagradas?!
-Han exigido poder dejarse el pelo largo –aclaró el secretario mientras Andamana seguía maldiciendo –¡De eso nada!¡Son achicaxnas! ¡Ya les he ofrecido dejarse un dedo más por cada seis años de trabajo!

El secretario, inmóvil, miraba de reojo a la guayresa, que se paseaba alocadamente a lo largo de la habitación. Parecía que estuviese haciendo un gran y doloroso esfuerzo para dar a luz palabras mayores.
-Señora, el Gran Mencey ha convocado el Tagoror, quiere verla urgentemente –dijo apresuradamente, hasta que finalmente se sintió aliviado, secándose unas gotas de sudor de la frente.
Andamana volvió a estallar convocando a los malos espíritus y maldiciendo una y otra vez al mismísimo mencey - ¡Gran enano de mierda! –Ante el estupor del secretario.

La mala y difícil relación entre el Gran Mencey y su supuesta hija era conocida por todos. Había pasado muchos años desde “aquello” y las heridas no se habían curado y menos las cicatrices que se escondían tras el antifaz de Andamana.

Ella sabía que su supuesto padre la detestaba. No soportaba verla. Veía en el rostro de su hija el recuerdo tortuoso que lo hacía sentir culpable. No era de extrañar que la hubiese desterrado a un lugar tan apartado e inaccesible, como el Valle de Argodoy. No era el odio sino la vergüenza, la duda y el orgullo lo que le separaba de su posible hija a la que abrazaba en su imaginación suplicandole perdón.

Ella lo despreciaba, pero no era la fuerza del odio, el resentimiento lo que le empujaba a ridiculizarlo y ponerlo en evidencia ante los demás. Despreciaba su pereza y su torpeza y su estatura e inteligencia no era mayor a la de Imbécil. No había tampoco en ella ningún sentimiento de venganza, era una fuerza mayor la que la hacía sonreir, mientras se acariciaba su cara de piel de cerdo: Era su ambición.

Sabía que ahora tendría que dar explicaciones y soluciones, que no poseía, ante aquel Gran enano. Su orgullo le quemaba más que el fuego en la cara. El inútil de su supuesto padre era más inútil que aquella mana de cabras que reclamaban tener el pelo mas largo.

Finalmente, y a modo de conclusión, inspiró profundamente y, pensando en el Gran enano, exclamó -¡Imbecil! –de repente, y ante el asombro de los dos, se abrió la puerta y una cabeza blanquiroja preguntó - ¿Sí, señora…? ( CONTINUARÁ )

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