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El otro lado

Sé de amaneceres tranquilos, sepultado por las sábanas que se aferran a mi cuerpo, sin que se resignen a despedirse de la noche, los ojos vuelven a cerrarse para viajar entre mares de arena, siguiendo las huellas que se borran, y el olor intenso, casi salado me invade tras la rendición, dejándome conquistar cuando mi piel deserta y renuncia a sentir. La distancia parece infinita y calma las despedidas en ese mundo ajeno donde nos escondemos de los otros, de nosotros mismos. Es cuando surgimos, renacemos, casi magníficos, sin que la mirada se detenga en los demás, como si fueran pequeñas cosas, como si las cosas se escondieran de nuestras miradas y una sonrisa surge devorándolo todo, las ruinas se precipitan, mientras nos mantenemos contemplativos, también, ajeno, al otro lado donde despertamos asustadizos deseosos de que llegue la noche.

Carta al verdugo

Las paredes de tu existencia, de tu olvido, reducen tu alma ennegrecida, mutilada, rezumando un odio grasiento, que empapa trocitos de recuerdos que se alejan en el tiempo, como si cayeran en el profundo pozo del amanecer, deshaciéndose en la desmemoria, pero te acechan en la noche cerrada surgiendo como la marea que te inunda y te ahoga en el mar sudoroso de los sueños, enredado entre las neuronas que sobrevivieron cuando dejaste de ser humano, para convertirte en un monstruo marino, maloliente. Y ahora, cuando los años te atemorizan y la luz alumbra el fondo de los pozos te pesan las cadenas que forjaron tus culpas, con los huesos de tus víctimas, que chirrían como gritos de clemencia, y al amanecer tu pulso tiembla cuando la muerte te acaricia, recordándole, al verdugo, aquellas víctimas temblorosas, desnudas, ensangrentadas, de aquel amanecer, que ahora se repite, con los que compartes tus lloros y que te esperan bajo la tierra

Tras la sonrisa (V)

-Victoria, dándose media vuelta, reconoció rápidamente a Juani , una vieja amiga del pueblo, que había dejado a su marido para irse a vivir a Madrid con un ambicioso comerciante de Ávila . -¿Pero Juani qué haces tu aquí? –Preguntó Victoria, que ya había cambiado su histerismo por un tono más delicado. -Lo mismo que tú, imagino –Contestó Juani , agarrándola de las manos, mientras reían cómplicemente . -¿Te acuerdas de Joaquín? –Le preguntó Juani a Victoria. En realidad todos se acordaban de Joaquín, desde el exmarido de Juani, que se había vuelto alcohólico, desde que lo dejó, hasta el mismo cura, que lo ponía de ejemplo, sin nombrarlo, en las homilías, pasando por las tertulias de la barbería, el bar o la tienda. -Por supuesto –Le dijo Victoria, mientras, con gesto más formal, lo saludaba, estrechándole la mano, sin dejar de escanearlo de arriba a bajo, a lo que éste le correspondió con un beso en la mejilla. -¿Cómo estás Victoria? –Preguntó el apuesto y elegante Joaquín, que apen

Tras la sonrisa (IV)

Las filas de los pasajeros que estaban facturando, iban desapareciendo poco a poco, y los últimos taxis llegaban de forma apresurada, dejando a sus clientes, que, histéricos, gritaban entre sí, y corrían, sin poder cargar las pesadas maletas. Juan era de esos hombres que pasan desapercibidos, de los que están para hacer bulto o acompañar a “alguien”. En realidad era una especie de “nadie”, que por casualidad tenía nombre, aunque, éste era como el tercer apellido de su esposa. Parecía estar luchando con la pesada y vieja maleta, que intentaba escapar, quizás acomplejada por no tener ruedas como las demás. Mientras tanto, Victoria Eugenia de todos los Santos, lo golpeaba, con su abanico, sin dejar de gritarle lo incompetente que era y los malos augurios que le esperaban. Juan y los burros de su pueblo se diferenciaban en la camisa de manga larga con cuadros verdes y los pantalones grises que llevaba, sin embargo, el trato recibido no era muy distinto. Victoria Eugenia era una respetable

Mi abuelo Antonio (IV) (último)

Los que nacimos en el tardofranquismo , y descubrimos la adolescencia en la Transición democrática, fuimos sorprendidos por un estallido de sensaciones y emociones agridulces después de años vagando en tardes tibias. Las nuevas ideas nos inundaron, sin poder abarcar tantos cambios. Las imágenes se superponían, acribillándonos a bocajarro . Como un terremoto los “buenos” se precipitaron desde los altares y ya nada sería como antes. Nos rebelamos, cada hogar se convirtió en una guerra civil, y surgieron cementerios de ideas caducas para reinventar todos nuestros recuerdos. Mi abuelo rebozaba de felicidad cuando leyó aquella carta. Casi un año más tarde reapareció mi tío Ramón, llegó en los últimos convoyes que lograron escapar de un frente que se desplomaba, la guerra se perdía, pero eso ya daba igual. Cuando llegó definitívamente , fue recibido como un héroe, también, se convirtió en un salvador. El dinero que trajo se empleó en medicinas que alargaron la vida de Isabel. Mi tío Ramón

Mi abuelo Antonio (III)

Los años siguieron pasando, el tiempo, igual que la luz cambiaba las formas. Cuando dejé de ser niño, llegó el momento de que me explicaran algunas cosas, o las mismas, pero de otra manera. Mis padres, junto a los familiares que nos visitaban, se volvían hacia nosotros, sus hijos o sobrinos, para convertirnos en cómplices de sus secretos, que contaban entre risas y “fiestas”. Fueron en esos años cuando aprendimos a admirar y querer más a aquellos familiares y conocidos, que se mantenían casi como ausentes, marginados e imposibilitados por una vida que se volvía decadencia para ellos. Descubrimos, en ellos, a verdaderos héroes y heroínas, aventureros, artistas anónimos e ingeniosos personajes. Sin embargo, otros parecían renacer o revivir esos gloriosos momentos, y por un instante perdían la sordera, para no perderse un detalle de las conversaciones , que, siempre, empezaban contándose casi en silencio, para terminar en una explosión de carcajadas. Era cuando los personajes, aún vivos,

Mi abuelo Antonio (II)

Me gustaba ese pasado empaquetado en la caja de galletas, la memoria colectiva de varias generaciones; el olor del papel amarillento, aquellos peinados y sus ropas, como posaban, sus expresiones graves, solemnes, a veces tristes, otras alegres. No era difícil distinguir la antigüedad de aquellos trozos de papeles, desde las más recientes a las más antiguas, como si me sumergiera en un pozo, recorriendo aquel pasado, cada vez más oscuro y misterioso: Aquellos chicos peludos y esmirriados, arracimados en la arena de la playa en torno al padre bigotudo y la madre “ apañuelada ”, la estampa típica de los años sesentas, donde bullía abundancia, después de tantas estrecheces, y una nueva luz vigilada se plasmaba en todas esas fotos; el banquete nupcial con sus protagonistas, algunos uniformados, con cierto aire de satisfacción, de cuyos ojos brillaban un cierto orgullo en medio de tanta sombra, la mesa sobria, con lo indispensable para rozar el nombre de banquete, posando como si fuera p