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El Metro

En los extraños recovecos de la mente, donde el vapor asfixiante nos ahoga, como en las profundidades del metro, los recuerdos se vuelven fantasías entre el gentío que nos asimila para convertirnos en masa, casi uniforme, que se mueve entre tuberías oxidadas en los que los cuerpos se abrazan sin quererse en medio de atascos sudorosos a velocidades de vértigo. Y cuando nuestros pensamientos nos abandonan, o cuando somos traicionados por ellos, despertamos para volver a ser, para volver a estar solos, anónimos entre ojos que no se miran, entre cuerpos que se tocan, cuando los latidos sordos se borran por el ruido del tren exhalando vapor por la boca. Junto al oído de una mujer, entre su pelo y su aroma, los dedos de su mano te rozan y sus pechos te invaden para descansar sus pezones afilados, mientras tu mano resbala entre su ropa temblorosa, agitada. Y el susurro eriza la piel y sus muslos otras cosas, en medio de oscuridades, sin tiempo para amarse cuando el deseo llega en la próxi

Recuerdos

Sabía que a su padre no le gustaba verlo llorar, era un hombre y los hombres no lloran. Sus lágrimas eran espesas, como la vida que dejaba su madre tras de sí. Una vida de silencios resignados tras cortinas, encerrada en una casa sin calor, tumba irrespirable sin flores. Los colores de sus ojos, azul y pardo, que tanto había llamado la atención en el pueblo, parecían, ahora, derretirse y descolorarse , inundando las pecas incrustadas en su blanca piel. Sus cuarenta dos años surcaban su rostro sembrando un odio entumecido por la frialdad de la vida que le cayó en suerte. Frente a él, un padre acostumbrado a serlo . De mirada certera, de gatillo fácil, orgulloso de matar moros en la Guerra de Marruecos, a los que contaba junto a las cabras que había desgollado sin diferenciar los unos de las otras. El Macho del Bailadero Hondo, moreno de cuerpo y alma, amaba más a los animales que a sus semejantes, al fin y al cabo, sus más de seiscientas cabras le daban un nombre respetado entre aque

Y si supieras…

Si supieras que pienso en ti, en tus pasos, esperando tu regreso, imaginándote, en la noche desnuda, desnuda en la noche, cuando el cansancio muere tras la ducha, cuando el cuerpo se vuelve prisionero entre toallas y sombras, que esconde exuberancias que atormentan, tras el cristal. Y tu pelo se derrama entre cortinas, que atraviesan las miradas fugitivas, sedientas de tu piel mojada, de tus pechos jugosos que se reflejan en el espejo, en mis ojos que buscan tu boca, y mi boca te busca para perderse, para encontrarte, para saciarse en la embriaguez en medio de la oscuridad. Y si supieras… que no te conozco.

Amiga

En tu nuevo abrigo de madera se esconden mil tesoros en forma de secretos donde brillan las sonrisas, amables, juguetonas, cómplices. También lágrimas generosas, caprichosas, agotadas, que regaron las primaveras, escasas, con tu parasol, en los días nublados. Partiste de los puertos que no elegiste para llegar con rumbo preciso a los destinos que te habías propuestos. ¡Qué buen navegante!, supiste guiarte por las gaviotas hacia los horizontes lejanos sabiendo que no volverías. Nos dejaste el eco de tu voz que llega con la brisa como una imagen: de tu pelo liso, de noches furtivas, de tardes de risas y mañanas… que no llegan, cuando la paz se derrama y los ojos se cierran, amiga mía.

Y después

… Y después, entre el follaje gris y azul, que se retuerce en el aire de la habitación hasta agotarse y sucumbir, mi mano se hunde en el mar sereno y castaño de tu pelo liso que baña mi pecho. Mi cuerpo, prisionero de tus abrazos y herido por tus pezones afilados, se rinde acorralado por tus piernas, que trepan desde los pies de la cama, después de la batalla. “¿Por qué hacer el amor y no la guerra si podemos hacer las dos cosas?” –Te pregunto en el silencio roto por un suspiro, mientras cae una lluvia de cenizas sobre la sabana empapada, con sus pliegues cabalgando al ritmo de la respiración. Es ésta la imagen más intensa; la que más me gusta de ti. Escondidos del tiempo y de todos sin importarnos nada más que estar, permanecer, casi morir. Poco a poco las manos se mueven sobre la piel, como los cangrejos tras el temporal, resbalando por tu espalda; las tuyas, sobre mi vientre, pronto se pierden en busca de algún naufragio, para saquear sus tesoros. Ajeno a ello, apago el cigarrillo e

Arrorró

Te dí un nombre y se me olvidó, mientras el mar borraba las huellas, cicatrices de pasos olvidados, entre caminos que se separan para perderse. Luego perdí el amor, lejos, entre siluetas irreconocibles, en los fangos de la desesperación de las tardes sin sol, en las lunas vacías, cuando el eco se pierde para convertirse en arrorró. Hoy ya no recuerdo tu piel, su olor, su calor tibio entre almohadas cuando soñábamos horizontes tras las ventanas. Hoy ya no siento y el viento se duerme en las noches grises, en las madrugadas. Tampoco sueño, ni rezo, ni me pellizco, solo me desvanezco recordando el arrorró.

Prisionero de las tardes

Enjaulado entre hilos de humo siento el peso de esta losa que enmudecen los gritos agónicos en un vacío sediento de polvo gris, en las tardes sin Sol, cuando los pensamientos escapan por las rendijas, para dejarme en soledad, añorando, en la retaguardia, a los enemigos. Busco en la rabia un refugio, donde cobijar las mentiras con las que engañarme, para no sucumbir en la derrota sin batalla, Izando banderas, sin colores, por las que luchar; Imaginando un horizonte donde agarrarme, del que resbalo en todos los sueños para despertar sudoroso en una pesadilla en forma de isla desierta, sin tesoros, destino de mil naufragios, de mil golpes de mar, donde las sirenas callan y el viento se ahoga en medio de la tormenta, donde las almas se rinden y se venden, esclavas del desencanto llevadas por el vaivén de las olas a ninguna parte, destino ciego de indiferencia incierta.