viernes, 28 de mayo de 2010

Muerte o libertad



En cada madrugada
escucho los silencios disponibles,
la música de los gatos,
la danza del viento,
los viejos recuerdos
que amarillean para convertirse en sueños,
donde siempre apareces
en forma de silueta,
que anuncia tu desnudez,
evasiva,
dispuesta a huir
sin darme tu nombre.





Y mientras me acerco,
despacio,
ojeando los alrededores,
flotando en un mar graso y negro,
mis amigos, divertidos,
corren atraídos por la Ciudad Santa,
cuando la tormenta de nubes rojas
nos sorprende,
empapándonos de sangre.


Dudo
y tú te alejas
sin dejar estelas
que me lleven hasta tí
en medio de la neblina luminosa.
Huelo tu presencia,
dudo,
¿ muerte o  libertad?
no sé quién eres,
quizá ambas cosas.

lunes, 24 de mayo de 2010

Tras la sonrisa (XIV)

Cuando el móvil dejó de latir, creyó que se rompía el cordón umbilical que le había mantenido unido a ella durante tantos años, como si fuera amarras de aquel barco, y, de repente, el aire fresco impactó en su rostro a bocajarro, al alongarse al exterior desde la barandilla del barco, para perder su mirada entre la espuma que surgía como una risa.

Sus pensamientos se enredaban en el remolino de agua que persistía en acompañar al navío y se sumergía en una especie de vacío que parecía abarcarlo todo, sólo al fondo se oía el ritmo de la música, sin que apenas se pudiese distinguir la letra de Edwin Rivera. Una voz lejana repetía una y otra vez la misma palabra...

-Señor…! –Oyó finalmente cuando una mano femenina le tocó suavemente el hombro, haciéndolo girar en un acto reflejo- Perdone, le apetece un mojito –Dijo la camarera, con un acento dulce y caribeño.

De su rostro, lleno de una morenez iluminada, ligeramente escondido por su larga cabellera rizada, que era batida por el viento; brotaba la mirada de unos ojos rasgados color café, pero era su cálida sonrisa la que llamaba la atención, como si fuese la puerta del alma. Sus dientes, como un collar de perlas, resaltaban entre sus labios sensuales, dibujando una sonrisa de ensueño.

Juan, boquiabierto, la miraba sin decir nada, incrédulo, parecía que no se fiaba de sus propios ojos, adoptando una expresión que no se distinguía de la del bobo oficial del pueblo.

-Señor… -Insistió Marcela pacientemente, mientras hacía un ademán con la bandeja, sobre la que se amontonaban los vasos enramados con aquel mejunje .

Juan, indeciso, cogió uno de los vasos, mientras miraba de arriba abajo a la camarera, deduciendo su nombre por la plaquita que colgaba sobre el bolsillo de su camisa de rayas azules. Su edad, la disimulaba su aspecto juvenil y sus contorneadas piernas que eran censuradas por su corta falda pantalón, igualmente, azul.

La mirada silenciosa y melancólica de Juan le resultaba extraña en medio de aquella explosión de júbilo.

-¿Se encuentra bien, señor? –Le preguntó con cierta preocupación pero sin dejar de sonreír.

-Ah,…sí, gracias –Fueron sus primeras palabras a bordo, después de la conversación telefónica.

-Es muy refrescante y de sabor agradable –Dijo Marcela, animando a que bebiera Juan. Éste no dejaba de escrudiñar el interior del vaso tratando de adivinar de que brebaje se trataba.

-Mmm…, sí, es cierto –Corroboró Juan, que finalmente se decidió a probarlo- y es muy dulce –concluyó a la vez que iniciaba una charla amigable, en la que Marcela trataba de satisfacer la curiosidad de Juan por la bebida, indicándole cuáles eran los ingredientes y cómo se elaboraba la bebida.

-¿Es la primera vez que viaja usted en un crucero? –Le preguntó Marcela.

-Sí, en realidad nunca habíamos viajado en barco –Contestó.

-¡Ah que bien!, por un momento pensé que viajaba solo. –Confesó la camarera a Juan.

- ¿Sólo…?, bueno…, sí, ella… -respondía torpemente, como si el mismo no lo supiese.

-Lo siento, señor… -Volvió a decir Marcela, temiendo haber sido demasiado imprudente, e imaginándose que su estado, ahora lo veía claro, se debía a una muerte o una separación.

Marcela se despidió intrigada, deseándole una feliz travesía y esperando volver a ver al enigmático personaje en otro momento.

Sin proponérselo, Juan, fue consumiendo poco a poco el mojito cubano, esquivando con la pajita las hojas de hierbabuena y raspando el azúcar que quedaba en el fondo del vaso.

Un agradable calor interno se iba apoderando de su cuerpo, generando sosiego y tranquilidad. Sentado en un gran banco, compartía sonrisas con los demás, como si se conocieran de siempre y se comunicaran de alguna forma extraña. Los botones de su camisa rompieron amarras para dejar su pecho al descubierto, abrazado por frecuentes soplos de brisa marina que aliviaban las suaves heridas de los rayos de Sol. Respiraba profundamente inmerso en un mar de fragancias, seducido por la inmensidad y la luminosidad del Mediterráneo.

sábado, 15 de mayo de 2010

Tras la sonrisa (XIII)

   Sus pensamientos, viajeros ausentes de aquel cuerpo en forma de barco fantasma, que parecía navegar por el Mar de los Sargazos, sin rumbo ni destino conocido, giraban sin parar en la búsqueda de un punto de referencia que diese sentido u orientación a las ideas que se descomponían en flashes.


    Las calles, cada vez más estrechas, arropaban, con sus frescas sombras, a la extraña figura que martilleaba los adoquines, sumergidos, con frecuencia, en espesos charcos, desde donde ascendía un hedor húmedo y cálido. Victoria Eugenia pareció despertar cuando el eco de gritos lejanos y el ruido de alguna motocicleta se multiplicaba por el apretado espacio de la callejuela.


    El frío de la corriente de aire parecía rasgar su piel, que se rebelaba provocando una reacción de extrañas sensaciones; y sus ojos parecían abrirse para descubrir un submundo sombrío y amenazante que le resultaba desconocido. Comenzó a sentirse observada, casi vigilada, desde las alturas por algunas miradas. Se sentía perdida y amenazada en aquellas aguas peligrosas, donde, seguro, acechaban a victimas como ella. Temerosa, dudaba, sin saber hacia dónde ir, a medida que la calle serpenteaba, desapareciendo cualquier rastro humano justo en el momento en que, al girar, la calle se volvía oscura bajo un edificio antiguo.


    Su miedo se transformó en un temblor, casi doloroso, y su respiración se volvió agitada y entrecortada, sus ojos insistía en visualizarlo todo y sus oídos afinaron su agudeza para detectar lo que presentía. De repente un ruido la alertó y salió disparada por aquella galería, pero, cuando ya llegaba al final del túnel, miró hacia atrás desequilibrándose y cayendo violentamente al suelo, junto a unos trastos viejos, que estaban repartidos a un lado de la calle.


     Por un momento quedó aturdida, hasta que, tras los siguientes segundos, un intenso dolor se fue apoderando de ella. Notaba como sus manos, que intentaron minimizar la caída, estaban ensangrentadas, y casi insensibles; su cuerpo magullado presentaba algunas pequeñas heridas, pero lo más que le preocupó fue ver como su rodilla se hinchada, sin apenas poder moverla. Dolorida se quejaba entre sollozos, sin dejar de mirarse, hasta que algo le llamó la atención. Vio moverse unos cartones, arracimados junto a la salida del tunel, del cual empezó a salir una silueta, a la que Victoria Eugenia miró con desprecio, sin lugar a dudas era el origen de lo que le había ocurrido, pensó.


     La oscura silueta seguía siendo oscura cuando finalmente se liberó de aquel envoltorio, como si fuese un ave recién nacida. Sucio y grasiento el hombre negro miraba fijamente a Victoria Eugenia, tratando de darle sentido a lo que veía. Su cara cambió de color cuando vio acercarse al hombre alto y delgado que se movía torpemente. Parecía un gran espantapájaros desarrapado con su gorro del que salía mechas de pelo amasado y lucía una encanecida barba de varios días. Cuando se arrodilló hasta ella y agarró su pierna, Victoria Eugenia, quiso gritar pero, extrañamente, no salía ningún sonido de su boca abierta, sin duda era una mala copia de “El Grito” de Edward Munch. Antes de desmayarse lo último que oyó fue el sonido de su móvil que no paraba de sonar.

domingo, 9 de mayo de 2010

Tras la sonrisa (XII)



Como en la paleta del pintor, el negro del contorno de ojos se deshacía en las lágrimas, que se secaban al caer por su cara, dejando una estela emborronada. Inmóvil, mantenía aun su mirada sobre el barco, que se hundía en el horizonte, oyendo el eco de la sirena que retumbaba dentro de sus oídos.

Una sensación de sudor frío recorría su cuerpo dejándola sin fuerzas, como si ahora fuese un montón de cristales rotos, que se rompían como todas sus ilusiones. Todo parecía dar vueltas en una ambiente que se volvía agobiante y hostil, solo quería cerrar los ojos y desaparecer, y como un oleaje le venía un sofoco de rabia y desesperación, para volver a romper a llorar, mientras casi gritaba:”¡Juan, maldito, seas!”, y se compadecía de sí misma.



Ajena a su cuerpo comenzó a andar, como si se arrastrara a ella misma, sin saber cómo, ni a dónde ir. Seguía conmocionada, enfrascada en sus pensamientos, herida en el orgullo, atrapada por la vergüenza, derrotada por el desánimo. Cabizbaja, se encontró, cuando quiso darse cuenta, taconeando por el larguísimo dique, que la separaba de la ciudad. Su pamela rosa pastel la protegía de un sol desnudo e hiriente, que parecía desangrarla de sudor. Su largo traje de telas vaporosas se volvía húmedo y pesado, adhiriéndose a su cuerpo pegajoso.

Victoria Eugenia había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto tiempo llevaba caminando cuando creyó oír nuevamente la sirena del barco, la oía cada vez más nítida, como si estuviese regresando, quizás en su búsqueda, incluso una leve sonrisa se apoderó de sus labios, dándole un aspecto idiotezco y una cierta gracia decadente. Esperanzada, no se dio cuenta que se aproximaba a ella un camión pesado a gran velocidad, en el mismo momento que ella caminaba por el arcén, junto a un gran charco que invadía la carretera. Cuanto más fuerte e insistente sonaba la bocina del camión, más sonreía nuestra protagonista. El tsunami, que surgió de aquel gran charco, fue a dar con tal violencia sobre Victoria Eugenia que la desprevenida mujer se desequilibró hasta caer sobre el “lago”. Fue algo más que un “jarro de agua fría” devolviéndola a una realidad que se iba haciendo cada vez más cruel con ella. Sentada sobre aquel charco y dolorida por la caída, rompió a llorar, como lloran los recién nacidos al darse cuenta del duro mundo en el que han caído.


La escena era dantesca: la pamela se había convertido en un gracioso bote que surcaba aquellas aguas, el bolso se había vaciado desparramando todo su interior para decorar la charca, los zapatos de talones yacían, bocabajo, ahogados en medio de todo aquello, como si fuesen cisnes negros que barruntaban nuevas desgracias. Victoria Eugenia parecía otra. Su voluminoso pelo, que se recogía entorno al barroco moño, se había convertido en un manojo chorreante con mas pena que gracia.


De repente, su llanto se calmó, al ver acercarse una motocicleta, con dos ocupantes, que al llegar hasta donde estaba ella, se bajaron inmediatamente con la intención aparente de socorrerla, parecían chicos jóvenes por su indumentaria, ya que sus rostros, protegidos por grandes cascos de motoristas, quedaban en el anonimato. Victoria Eugenia, que aun gimoteaba, extendió su mano, al acercársele uno de los chicos, sin embargo, se detuvo primero a recoger el bolso, mientras el otro se dedicó a salvar el resto del naufragio. Cuando terminaron de recogerlo todo, seleccionaron algunas de las pertenencias, miraron a Victoria Eugenia, que estaba en silencio con la mano extendida, se miraron entre ellos, y, tras romper a reír a carcajada limpia, se subieron a la moto lanzándose a toda velocidad por la larga carretera, llevándose con ellos su botín y dejando tras de sí a la mujer que imitaba ser la sirenita de Cophenague .

miércoles, 5 de mayo de 2010

Suerte


En ocasiones rezo para poder olvidar todo aquello, pero nunca dejo de velar por las noches, como si estuviese vigilando el Callejón del gato. Las pesadillas me sacuden y el griterío me golpea. Su imagen la recuerdo borrosa cuando lo vi abalanzarse sobre mí, apestando a alcohol, gritándome, a la vez que reía sin parar. Tardé en reaccionar hasta que lo reconocí, era Jóse, mi compañero de trabajo “¡¡Somos millonarios, somos millonarios!! Un frío, casi glaciar, recorrió todo mi cuerpo, y un vacío, de repente, devoró todo quedándose en silencio. Sólo se escuchó una vocecita lejana y dulce “… desde luego…nunca revisas los bolsillos de tus pantalones, y luego te enfadas conmigo si se te queda algo en ellos cuando los meto en la lavadora…”.

lunes, 3 de mayo de 2010

Diferencias





Los meses pasaron lentamente, como si estuvieran cansados, navegando por aguas turbias sembradas de sueños. Cerca de la casa, el Sol parecía esconderse tras las sombras que surgían de los agujeros, como recuerdos adornando las viejas paredes y hasta el óxido parecía escupir promesas incumplidas. La cicatriz se confundía con las arrugas de su cara y su ojo tuerto observaba, ajeno, toda la llanura, manchada por el verde brillante de los campos sobre el ocre rojizo de los caminos, vigilados atentamente por su mirada. Sabía que algún día volvería, pero el viejo loco no temía a su hermano, no lo dudaría ni por un segundo, volvería a matarlo y enterrarlo junto aquel nogal.

sábado, 1 de mayo de 2010

Ratones



Los ratones bendecidos
bajan de los cielos desgarrados
para izar banderas en los patios
tras conquistar los viejos palacios
entre gritos uniformes
y carreras alocadas.


En los cristales nobles,
cuando lágrimas de lluvia
recorren su fría y sucia superficie
borrando, como una cortina,
el viejo Régimen,
se dibuja una silueta de una princesa desolada.

Triste y vieja,
sus ojos se hunden
mientras muere en arrogancia,
y el olor fétido
se vuelve perfume
inundándolo todo,
cuando la noche se vuelve noche,
el frío humo
y los ojos cuelgan
sobre las sonrisas
de ratones.

La sal de tu ausencia

Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...