miércoles, 17 de febrero de 2010

Mi abuelo Antonio (II)

Me gustaba ese pasado empaquetado en la caja de galletas, la memoria colectiva de varias generaciones; el olor del papel amarillento, aquellos peinados y sus ropas, como posaban, sus expresiones graves, solemnes, a veces tristes, otras alegres. No era difícil distinguir la antigüedad de aquellos trozos de papeles, desde las más recientes a las más antiguas, como si me sumergiera en un pozo, recorriendo aquel pasado, cada vez más oscuro y misterioso: Aquellos chicos peludos y esmirriados, arracimados en la arena de la playa en torno al padre bigotudo y la madre “apañuelada”, la estampa típica de los años sesentas, donde bullía abundancia, después de tantas estrecheces, y una nueva luz vigilada se plasmaba en todas esas fotos; el banquete nupcial con sus protagonistas, algunos uniformados, con cierto aire de satisfacción, de cuyos ojos brillaban un cierto orgullo en medio de tanta sombra, la mesa sobria, con lo indispensable para rozar el nombre de banquete, posando como si fuera para un pintor, con esas posturas ensayadas, expresiones hieráticas, que, sin embargo, dejaban un rastro de preocupación, de tristeza, de resignación, que nos remitía a los años de la posguerra y la miseria. Los militares abundaban en las fotos de ésa época: abrazados, desfilando, en las escenas cotidianas del cuartel, en medio de camiones, barcos o aviones que parecían de juguetes. Sus rostros no parecían de verdaderos militares. A veces, daba la impresión de ser niños que jugaban a la guerra, con gestos muy expresivos, embrutecidos, que no se correspondían con ese mundo, y, sin embargo, parecían más cómodos cuando surgían en escenas costumbristas, en medio de las labores del campo, cargando huacales de plátanos o ceretos de tomates. En las fotografías más antiguas siempre destacaban por sus expresiones terribles, como si el fotógrafo previamente los hubiese horrorizados; por sus ropajes, frecuéntemente claros y ligeros como los de miles de emigrantes indianos; también, porque parecían que aún formaba parte de la naturaleza: los chiquillos descalzos, sus rostros quemados por un sol casi feudal, las casas de paredes descarnadas que se confundían con el paisaje…

Pero aquella foto de mi abuelo no se parecía a ninguna de ellas. Sus ojos, aquellos ojos me resultaban tan familiares, tenían un aspecto extrañamente aristocrático, casi soberbio, y a pesar de ese orgullo se presentía también cierta frustración, como una leve tristeza en el fondo de sus ojos. Me llamaba la atención aquellas botas altas, inusual en el resto de las fotografías, su elegante traje gris y aquella capa que sostenía sobre su brazo que le confería un aire realmente imponente, lejos de la imagen de un próspero campesino . Estaba seguro que era mi abuelo Antonio, y yo me sentía orgulloso de él. Siempre lo buscaba entre el resto de las fotografías, sin que me costase mucho esfuerzo, dado que su mayor tamaño posibilitaba que surgiera rápidamente al remover aquel mar de imágenes, como si apartara al resto para llegar hasta mí.

martes, 16 de febrero de 2010

Mi abuelo Antonio (I)



Tras las telarañas, el recuerdo se hace borroso, y las imágenes se deshacen en un ambiente turbio, casi incoloro, nos agobiamos intentando recomponerlas, pero se van desprendiendo, poco a poco, pegajosas, mientras el movimiento parece derretirse, sin que podamos hacer nada para evitarlo.

Sin embargo, a veces, como si de un claro del espeso bosque se tratase, vuelvo a encontrarme en el suelo de aquel salón, sacando de la caja de galleta aquellas fotografías tan antiguas, que dejan rastros de múltiples vivencias: fotos solemnes, bodas, bautizos; fotos de familia, padres, primos lejanos y tantos otros que esconden mil historias felices y desdichadas; fotos rotas por la mitad que recuerdan despedidas para siempre, fechas, firmas y letras derramadas que nos cuentan y confiesan cuando les preguntamos, como si fuera un interrogatorio. Un matasellos marca la cara de aquel hombre y leo “La Habana”; dos militares abrazados y leo “Regimiento del 52”; una familia enlutada con muchos hijos… La mayoría de esas personas que aparecían en las fotografías eran desconocidas para mí. Con el tiempo nos fuimos conociendo. Fui averiguando, inventado historias para cada una, incluso le daba nuevos nombres a esos personajes que se volvieron familiares, también entre ellos, haciéndolos partícipes de una misma historia.

Me habían contado que llegó hasta aquí con apenas 16 años, para vender una vaca, y ya nunca volvió a regresar a su isla; que había emigrado varias veces a Cuba, donde ganó algún dinero con mucho sacrificio, para luego perderlo sin ningún esfuerzo, durante la “moratoria” de los años treinta. Mi abuelo Antonio murió sin apenas rozar la vejez, cuando yo, aún, no había nacido. Creí verlo las primeras veces que abrí aquella caja. No se por qué me llamó la atención aquella fotografía, tenía algo que la diferenciaba de las demás.

A pesar del paso del tiempo, no me cansaba de visitar a esos personajes como si fuese una necesidad, una responsabilidad, quizás una deuda. Solía imaginar que eran como almas penitentes, que estaban purgando sus pecados, deseosos de ser escuchados, y entonces, yo, reía sin parar, sin darme cuenta que me observaban.
–“Este niño está tonto…” -Decían. Otras veces, me daba por pensar que hablaban a mis espaldas, en medio de su oscuridad.

lunes, 15 de febrero de 2010

Memorias



Esa línea que se desliza sobre tu piel
promete ser la señal
que borre tu nombre,
y cuando ya hayas caído,
y tus cenizas esparcidas por el seco desierto,
algún día,
tu pasado renacerá
al calor de las hogueras,
en las noches de invierno,
entre leyendas y rumores,
entonces, todo el mundo te entenderá
y abrirán sus brazos para cobijarte
cuando surjas del recuerdo,
pero ya no serás tú,
solo hielo
y silencios.

sábado, 13 de febrero de 2010

Haití



Lejos,
el pecho se desgarra,
y no queremos oír
el silencio ensordecedor
de la miseria
cuando huele a muerte.
La ciudad se vuelve cenizas,
cementerio desordenado,
y sus flores se manchan de sangre
en el carnaval desolado
tras la resaca.
El luto hecho piel,
empolvada,
enviuda Haití,
quedando huérfana para siempre,
mientras sus hijos mueren
bajo los escombros,
como si fueran semillas
de donde nacen otros muertos,
y sus gritos se oyen en la noche quieta,
y las manos buscan las bocas
para no gritar
y esconder las lágrimas
en el mar donde se hunde tu rabia,
donde se ahogaron tus sueños
de libertad,
y ahora
la tristeza
se extiende como un bálsamo,
que adormece,
en sus aguas sin espuma,
donde la esperanza no crece
sin tiempo para creer en ti,
pero vuelves,
y resurges
tras una sonrisa,
en la canción que cruza la mañana,
con los ojos húmedos
y cerrados,
cuando el sol descubre entre tus brazos
la palidez del hijo muerto,
la despedida que se repite
para alimentar
las raíces profundas
que te sustentan.

viernes, 5 de febrero de 2010

Tras la sonrisa (III)



Siempre coqueto y elegante, brillante y ocurrente, le gustaba vestir su alto cuerpo erguido y delgado, con vistosos trajes y coloreadas corbatas. Su repeinado pelo enlacado y teñido de rubio intenso, luchaba por esconder las pérdidas sufridas en tantas batallas.

La sirena del barco, con el pretexto de saludar al pasaje, trataba de despertarlos para convencerlos de que aquello no era un sueño. Una sonrisa se iba apoderando de aquellos tristes seres, a medida que entraban en las entrañas del barco de la felicidad. Eran como almas ligeras, que abandonaban sus cuerpos fatigados en el otro mundo.

Incluso a Isabel, sin darse cuenta, se le deslizó una sonrisa, que de golpe le quitó diez años. Nadie diría que acababa de jubilarse, ni que su difunto marido la dejó de acompañar a todos lados el seis de enero de ese año, como si se tratara de un regalo de mal gusto. Desde entonces, su dulce hija, Yeni, intentaba consolarla y distraerla todo lo que podía, sin lograrlo. Su vida siempre había girado en un círculo perfecto. En el seno de su republicana familia pequeñoburguesa, se forjó sus sólidos principios morales, culturales y políticos. Era como una escultura griega, en la que el orden, la proporción y la razón formaban un todo, y le daba a la vida un sentido de una cierta belleza graciosa y serena. Desde joven compartió con el que sería después su marido el gusto por la Historia y el Arte. Se conocieron en la Universidad, y en ella permanecieron después como profesores. Su vida era muy sencilla y familiar. Tras el nacimiento de Yeni se redujeron los encuentros con los amigos, que no eran muchos, y el hogar se inundó de horas de lecturas y música clásica, que después comentaban a lo largo de almuerzo o de la cena, entre las preguntas, cada vez más sofisticadas, de Yeni, a medida que iba creciendo, y las protestas de Lincol, su perro.

La dulce Yeni era una especie de gracioso regalo en forma de juguete. Linda, educada y cariñosa, era la ilusión de la familia. Su éxito en el estudio enorgullecía a sus padres. Carlos tenía acostumbrado a sus compañeros, en especial Xavi, el más íntimo, a tener que soportar sus comentarios, respecto a lo inteligente y buena niña que era su hija, mientras los demás sonreían y se miraban entre sí. La admiración de Carlos era correspondida por Xavi. Siempre la ponía como ejemplo a seguir, frente a sus tres fracasados hijos, y cuando visitaba a su íntimo amigo siempre tenía unas palabras de adulación para la avergonzada hija perfecta.

La dulzura se volvía espesa y empalagosa, a medida que pasaba los años. Al cumplir los treintas, sus padres no recordaban la presencia de ningún hombre al lado de su hija, eso le daban cierta tranquilidad. Pero Yeni escondía algo tras su amable, tierna y tímida sonrisa. En los últimos años pasó de ser la pequeña mascota de sus padres a “Lazarillo” de su madre, a la que acompañó, durante la larga enfermedad de su padre, recorriendo juntas los hospitales de media España. Tan sólo el último verano, antes de morir su padre, estuvo fuera realizando un pequeño master de economía. Fueron los meses más intensos y felices al lado de su amante, Xavi. (CONTINUARÁ)

miércoles, 3 de febrero de 2010

La noche

Duerme la noche a ritmo de bachata
con sus luces abotonando las calles,
por donde pasan las despedidas,
y las sirenas rasgan el aire destemplado
que hace tiritar a las hojas de la arboleda.
Cementerio alegre de nichos acristalados
donde se esconden los cuerpos sin almas,
donde descansan los sueños vencidos
entre el taconeo desafinado que hiere los adoquines.

La luz embriagada se desparrama entre sombras
y de sus reflejos nacen siluetas que se besan,
mientras otras, agigantadas, huyen hacia el muelle
para sumergirse descomponiéndose en colores
y romperse en trocitos que parecen flotar.

La noche se abraza y se adormece,
con su propio arrullo,
cierra los ojos y tararea
esa canción salsera
que sale por sus labios
quebrando la leve sonrisa
que se desvanece.

Y cuando ya se arrastra
en franca retirada
cerrando los parpados
cobijándose en las pocas sombras
que se van secando
inundados por el amanecer
muere desgarrada.
Amenazante.

martes, 2 de febrero de 2010

Anónimo


Tras el cristal,
lejos de todo,
observo,
indiferente,
sin que nada importe,
la luz de un día enumerado,
como si fuese una pecera,
donde se repiten los movimientos
con leves variaciones,
huérfanos de sonido y aire,
igual que un cuadro
imitado mil veces,
anónimo, como yo,
mirándonos,
sabiéndonos,
sin reproches,
sostenidos en esa línea que transcurre
ajena a sí misma,
como en la que flota el hielo,
la mirada perdida,
como la partida sin final,
cuando el presente se resiste,
parapetado,
incrustado
en la desmemoria,
y el día se resiste,
y las horas no llegan,
y los pensamientos no fluyen
ahogados en la pecera…
espacio…
solo espacio.

La sal de tu ausencia

Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...