domingo, 28 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (VI)


-Lo siento mucho señor ¿Se encuentra bien? –Dijo Alicia nerviosa y avergonzada, tratando de incorporarse, cuando ya Yolanda y los allí presentes se acercaron a socorrerlos.
-Joooo…. –Se lamentaba Juan –No te preocupes, no es nada –Dijo quitandole importancia a lo que había ocurrido, mientras se revolvía para levantarse, apoyando la rodilla en el suelo y levantándose con la ayuda de varias manos anónimas que lo rodearon por todos los lados.

El insignificante Juan se había convertido de repente en el protagonista de aquel tumulto. Joaquín, que también intentaba levantar a Juan, le susurró bromeando algo al oído –¡Joo macho, qué conquistador, corren a tus brazos!. A Juan no le dio tiempo de contestar, al ser recriminado por Victoria Eugenia –¡Siempre tienes que llamar la atención adonde quieras que vayas!

Alicia volvió, cojeando, a interesarse por Juan, tratando de explicarle lo que había ocurrido.
-Eso le puede pasar a cualquiera –Le dijo Juan.
-Bueno sí, esperemos que esto sea lo peor del viaje –Dijo Alicia, mientras Juan miraba sus pies –Qué contratiempo ahora tendré que ir descalza o cojeando hasta el barco –Se lamentaba Alicia, suspirando.
-Bueno aún queda una solución –Replicó Juan.
-¿Sí? –Preguntó intrigada.
-A ver, déjame esa pierna –Le ordenó señalando la pierna contraria a la que había causado el accidente, mientras se agachaba para sujetarla. Alicia no tuvo tiempo de reaccionar e instintivamente se sujetó agarrando los hombros de Juan. Con un gran esfuerzo, Juan liberó el otro tacón. Alicia se observó. Eran unos zapatos muy originales. Ahora era bajos con las puntas hacia arriba. Con ellos podía caminar incluso mejor que antes. Se sintió feliz y risueña, mientras todos reían y reconocía el ingenio del Don Nadie. Sin pensarlo dos veces, Alicia le dio un beso de agradecimiento a su salvador y se despidió, esperando volver a ver lo en el barco.

La facturación fue rápida. Juan se quitó realmente un gran peso de encima. Además, ahora necesitaba las dos manos para atender al nuevo huésped, que se había presentado, sin previo aviso, tras su cabeza. Aún quedaba más de una hora para embarcar, la propuesta de Joaquín fue inmediatamente aceptada y todos se dirigieron a la cafetería. Los dos hombres siguieron a las mujeres. Joaquín parecía despertar cierta simpatía por Juan, al que le echó el brazo por encima, mientras seguía bromeando sobre lo recién ocurrido. Victoria Eugenia, molesta por la escena montada por su marido, se sentía un tanto traicionada, y no dudó en quejarse a su amiga de las torpezas de Juan, para seguir después criticando a la descarada joven, que había provocado aquel desaguisado. Todo parecía indicar que las jóvenes iban a integrar la larga lista negra, que las dos amigas recién reencontradas estaban a punto de inaugurar. El chismorreo y la crítica sería uno de los entretenimientos preferidos durante el viaje, no dejarían títere con cabeza, al igual que hacían en el pueblo cuando eran más jóvenes.

Las jóvenes seguían riendo cuando salieron del servicio de señoras. Yolanda no podía dejar de reír cada vez que miraba los originales zapatos de Alicia. Era una risa escandalosa y desordenada, como si hubiese estado escondida durante mucho tiempo, que reclamaba todas las miradas. Juani le dio un codazo a Victoria Eugenia, nada más descubrirlas, y sus miradas descaradas se lanzaron a quemarropa sobre ellas, a lo que siguió el correspondiente comentario.
-Míralas. Parecen dos fulanas –Dijo Juani.
-¡Qué poca vergüenza! –Concluyó Victoria Eugenia, con la esperanza de que todos la oyeran.

jueves, 25 de marzo de 2010

El otro lado



Sé de amaneceres tranquilos,
sepultado por las sábanas que se aferran a mi cuerpo,
sin que se resignen a despedirse de la noche,
los ojos vuelven a cerrarse para viajar
entre mares de arena,
siguiendo las huellas que se borran,
y el olor intenso, casi salado
me invade tras la rendición,
dejándome conquistar
cuando mi piel deserta
y renuncia a sentir.
La distancia parece infinita
y calma las despedidas
en ese mundo ajeno
donde nos escondemos de los otros,
de nosotros mismos.
Es cuando surgimos, renacemos,
casi magníficos,
sin que la mirada se detenga en los demás,
como si fueran pequeñas cosas,
como si las cosas se escondieran de nuestras miradas
y una sonrisa surge devorándolo todo,
las ruinas se precipitan,
mientras nos mantenemos contemplativos,
también, ajeno, al otro lado
donde despertamos asustadizos
deseosos de que llegue la noche.

lunes, 22 de marzo de 2010

Carta al verdugo



Las paredes de tu existencia,
de tu olvido,
reducen tu alma ennegrecida,
mutilada,
rezumando un odio grasiento,
que empapa trocitos de recuerdos
que se alejan en el tiempo,
como si cayeran en el profundo pozo del amanecer,
deshaciéndose en la desmemoria,
pero te acechan en la noche cerrada
surgiendo como la marea que te inunda
y te ahoga en el mar sudoroso de los sueños,
enredado entre las neuronas que sobrevivieron
cuando dejaste de ser humano,
para convertirte en un monstruo marino,
maloliente.

Y ahora,
cuando los años
te atemorizan
y la luz alumbra el fondo de los pozos
te pesan las cadenas
que forjaron tus culpas,
con los huesos de tus víctimas,
que chirrían como gritos de clemencia,
y al amanecer tu pulso tiembla
cuando la muerte te acaricia,
recordándole, al verdugo,
aquellas víctimas temblorosas,
desnudas, ensangrentadas,
de aquel amanecer,
que ahora se repite,
con los que compartes tus lloros
y que te esperan
bajo la tierra

lunes, 15 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (V)



-Victoria, dándose media vuelta, reconoció rápidamente a Juani, una vieja amiga del pueblo, que había dejado a su marido para irse a vivir a Madrid con un ambicioso comerciante de Ávila.
-¿Pero Juani qué haces tu aquí? –Preguntó Victoria, que ya había cambiado su histerismo por un tono más delicado.
-Lo mismo que tú, imagino –Contestó Juani, agarrándola de las manos, mientras reían cómplicemente.
-¿Te acuerdas de Joaquín? –Le preguntó Juani a Victoria. En realidad todos se acordaban de Joaquín, desde el exmarido de Juani, que se había vuelto alcohólico, desde que lo dejó, hasta el mismo cura, que lo ponía de ejemplo, sin nombrarlo, en las homilías, pasando por las tertulias de la barbería, el bar o la tienda.
-Por supuesto –Le dijo Victoria, mientras, con gesto más formal, lo saludaba, estrechándole la mano, sin dejar de escanearlo de arriba a bajo, a lo que éste le correspondió con un beso en la mejilla.
-¿Cómo estás Victoria? –Preguntó el apuesto y elegante Joaquín, que apenas aparentaba sus 52 años.
Entre risas y bromas se comentaban como les iban las cosas, cómo se habían metido en la aventura de hacer un crucero y lo divertido que iba a ser ahora que estaban juntas.
Pasado un rato, Victoria se percató, al observar que Joaquín no dejaba de mirar a Juan, que no había presentado a su burro de compañía.
Ah! Este es Juan, mi marido – Dijo Victoria agarrándolo por la manga de la camisa y tirando de él para que se acercara.
-¿Qué tal? –Dijo Joaquín ofreciéndole la mano para saludarlo. Sin embargo, ya Juan tenía bastante con las maletas, como para estar haciendo malabarismo.
-Hola Joaquín –Respondió Juan, con el tono típico de voz que se utiliza en los entierros, cuando se da el pésame, a la vez que hacia un gesto disculpándose por no estrecharle la mano, cosa que agradeció Joaquín para no empaparse su mano de sudor.
-¡Cuánto tiempo Juan! –Dijo Juani al mejor amigo de su exmarido, el cuál saludo con un movimiento de cabeza comprobando lo bien que le había sentado a Juani su separación.
Las dos mujeres se acercaban al mostrador hablando y riendo, mientras se abanicaban, seguidas de cerca por el pura sangre y el burro que quedaba más atrás.
Las dos chicas que acababan de facturar se apresuraron corriendo hasta la puerta de entrada del edificio. Alicia y Yolanda aprovechaban todas sus vacaciones y días de descanso para viajar juntas desde que se conocieron a través de Internet. Mientras Yolanda corría, Alicia optó por salir volando, tras partírsele un tacón, para estrellarse contra Juan, que, viéndola venir, soltó las maletas y esperó recibirla con los brazos abiertos. Tras el impacto todos corrieron para averiguar que ocurría tras las maletas. Allí estaban los dos abrazados y tirados por los suelos. Después de recuperarse del susto, Alicia pedía disculpas a Juan, se sentía avergonzada, por aquella humillante situación, y vulnerable a las numerosas miradas que intentaban reconstruir los hechos. Juan, en cambio, parecía ajeno a todo aquello, y solo parecía interesado por la nueva parte de su cuerpo que había surgido tras su cabeza.

domingo, 7 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (IV)



Las filas de los pasajeros que estaban facturando, iban desapareciendo poco a poco, y los últimos taxis llegaban de forma apresurada, dejando a sus clientes, que, histéricos, gritaban entre sí, y corrían, sin poder cargar las pesadas maletas. Juan era de esos hombres que pasan desapercibidos, de los que están para hacer bulto o acompañar a “alguien”. En realidad era una especie de “nadie”, que por casualidad tenía nombre, aunque, éste era como el tercer apellido de su esposa. Parecía estar luchando con la pesada y vieja maleta, que intentaba escapar, quizás acomplejada por no tener ruedas como las demás. Mientras tanto, Victoria Eugenia de todos los Santos, lo golpeaba, con su abanico, sin dejar de gritarle lo incompetente que era y los malos augurios que le esperaban. Juan y los burros de su pueblo se diferenciaban en la camisa de manga larga con cuadros verdes y los pantalones grises que llevaba, sin embargo, el trato recibido no era muy distinto.

Victoria Eugenia era una respetable dama de un pequeño pueblo de Ávila. Su distinguida familia era una de las más antiguas del lugar. Su casa, situada en el centro del pueblo, estaba llena de fotografías antiguas. Su abuelo fue un héroe de la División Azul, que aún era recordado por aquella estampita de Hitler, enmarcada en un portarretrato de plata, que trajo de la II Guerra Mundial. Su otro abuelo murió como un mártir en la Guerra Civil, por culpa de un avión soviético que asustó a la vaca que ordeñaba, quedando literalmente aplastado. La foto de su padre quedaba sobre la alacena. Era un famoso poeta que recitaba sus romanceros a sus clientes, cuando venían a recoger o dejar los zapatos. Junto a él una larga fila de fotos de bodas, bautizos y comuniones, entre la que destacaba la de su querida y admirada tía María Luisa Fernanda de Jesús, maestra de escuela, desde que dejó la Sección Femenina.

Victoria Eugenia se fue quedando sin amigas con el transcurrir de los años. La mayoría de ellas, tras casarse, se iban a vivir a la capital o a Madrid. Ella no encontró al hombre adecuado para ser su príncipe consorte y, cuando se dio cuenta, nadie estaba a su lado. Temerosa de quedarse solterona, no lo dudó y se casó con ese “Nadie” que estaba a su lado, es decir con Juan.

El mes antes, estuvo visitando a casi todo el vecindario para despedirse y explicar con todo lujo de detalles el viaje que iban a realizar. Marta y su hijo más pequeño se quedaría en Barcelona, en casa de su amiga Cristina, cuyos hijos siempre veraneaban en el pueblo, alojándose en su casa. A Victoria Eugenia no le gustaba su comportamiento tan moderno, pero se llevaban realmente bien con sus hijos, que disfrutaban de la compañía de jóvenes tan escasos en el pueblo.

Cuando el sudoroso Juan, arrastraba la maleta, sufriendo los azotes de Victoria Eugenia, como si estuviese subiendo al Monte Calvario y no a un crucero de placer, alguien tocó el hombro de la distinguida dama.
-¿Victoria! –Preguntó ante la desconcertada dama -¡Pero que sorpresa!
(CONTINUARÁ)

sábado, 20 de febrero de 2010

Mi abuelo Antonio (IV) (último)


Los que nacimos en el tardofranquismo, y descubrimos la adolescencia en la Transición democrática, fuimos sorprendidos por un estallido de sensaciones y emociones agridulces después de años vagando en tardes tibias. Las nuevas ideas nos inundaron, sin poder abarcar tantos cambios. Las imágenes se superponían, acribillándonos a bocajarro. Como un terremoto los “buenos” se precipitaron desde los altares y ya nada sería como antes. Nos rebelamos, cada hogar se convirtió en una guerra civil, y surgieron cementerios de ideas caducas para reinventar todos nuestros recuerdos.

Mi abuelo rebozaba de felicidad cuando leyó aquella carta. Casi un año más tarde reapareció mi tío Ramón, llegó en los últimos convoyes que lograron escapar de un frente que se desplomaba, la guerra se perdía, pero eso ya daba igual. Cuando llegó definitívamente, fue recibido como un héroe, también, se convirtió en un salvador. El dinero que trajo se empleó en medicinas que alargaron la vida de Isabel. Mi tío Ramón trajo muchos regalos, que fueron repartidos entre sus hermanos, sobre todo los más pequeños. Isabel murió tres años más tarde. Mi tío Ramón pasó de ser un héroe a un gran jugador de fútbol, hasta que un grave accidente lo dejó paralítico para siempre.

No recuerdo que edad tenía yo, cuando regresé del colegio en medio de pensamientos confusos, una ácida incertidumbre recorría mi cuerpo, me sentía defraudado, aquella imagen se reveló como una aparición que te escupe en el alma. Entonces lo entendí todo. Era un regalo, uno de esos regalos que trajo mi tío Ramón, y que fue a parar a la caja de galletas. Volví a coger la foto de mi abuelo Antonio, está vez desafiándolo con la mirada, en el reverso había algo escrito, no lo entendía, salvo aquellas palabras que había explicado el profesor: “Adolf Hitler

Sin saberlo, durante toda mi infancia estuve confundiendo aquel retrato de Adolf Hitler creyendo que era mi abuelo Antonio, ahora me avergüenzo de él, no sé como perdonarlo, pero sé que tengo que convivir con ello.

jueves, 18 de febrero de 2010

Mi abuelo Antonio (III)

Los años siguieron pasando, el tiempo, igual que la luz cambiaba las formas. Cuando dejé de ser niño, llegó el momento de que me explicaran algunas cosas, o las mismas, pero de otra manera. Mis padres, junto a los familiares que nos visitaban, se volvían hacia nosotros, sus hijos o sobrinos, para convertirnos en cómplices de sus secretos, que contaban entre risas y “fiestas”. Fueron en esos años cuando aprendimos a admirar y querer más a aquellos familiares y conocidos, que se mantenían casi como ausentes, marginados e imposibilitados por una vida que se volvía decadencia para ellos. Descubrimos, en ellos, a verdaderos héroes y heroínas, aventureros, artistas anónimos e ingeniosos personajes. Sin embargo, otros parecían renacer o revivir esos gloriosos momentos, y por un instante perdían la sordera, para no perderse un detalle de las conversaciones, que, siempre, empezaban contándose casi en silencio, para terminar en una explosión de carcajadas. Era cuando los personajes, aún vivos, terminaban desternillándose y casi revolcándose en los sillones, y sus artrosis, artritis, lumbalgias, cojeras y demás males salían despedidos por los aires. En esas reuniones familiares nos sentíamos más unidos que nunca, como si fuésemos en un mismo barco, aquellos lejanos ancestros los sentíamos como si nosotros fuéramos ellos. Los más jóvenes, en ocasiones interrumpíamos el relato, para buscar respuestas y, entonces, la historia tomaba otros derroteros, como si se tratara de un velero a merced de los vientos. Yo solía preguntar por él, más que por curiosidad, lo hacía para confirmar mis sospechas. Me fui enterando, poco a poco, de sus peripecias: como el joven majorero se fue labrando un porvenir, sin la ayuda de nadie, trabajando en los más variopintos oficios, hasta que se encontró trabajando en la construcción de carreteras, que iban hacia el interior, descubriendo las entrañas de la isla, y en esas entrañas también descubrió el amor, que fue creciendo en forma de una ristra de hijos. Una ristra que fue aumentando desde las islas hasta Venezuela y Cuba, para regresar posteriormente sin dejar de crecer. De todos ellos, Isabel, parecía una perla entre tantos frutos, una perla delicada, admirada por todos, con un brillo que se apagaba, con frecuencia, cuando la enfermedad se volvía cruel. Mi tío Ramón, en cambio, era una tormenta tropical en medio de la manigua. Nacido en Cuba, se crió en medio del campo, compartiendo correrías y travesuras con sus amigos mulatos, mayores que él, al que llamaban “guancito”. Mis abuelos no recordaban en que momento saltó de la cuna al campo, para seguir creciendo entre la maleza, como una fiera más. La historia de la familia se extendió por épocas luminosas, alegres, felices y divertidas, pero, también, llegaron tiempos tristes, de guerra y represión, de muertes, suicidios y desapariciones, que la memoria quiere olvidar y correr un tupido velo. Mi tío Ramón apenas tenía veinte años cuando se fue a la Guerra, fue voluntario, se alistó en la División Azul, destinada a ayudar a la Alemania hitleriana en el frente ruso. Mis abuelos parecían morir de tristeza cuando dejaron de tener noticias de él. Lo último que supieron es que estaba en el asedio de Leningrado. Mi abuelo quiso impedir su marcha, pero sabía que en aquella época de miseria el dinero que ganaría sería vital para curar la enfermedad de Isabel.

La sal de tu ausencia

Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...