Era un día nublado, pero en el interior de aquel hogar siempre daba la impresión de que resplandecía el Sol durante el fin de semana, y que se extendía un cálido ambiente adormecedor. Como todas las mañanas del domingo, la joven pareja se parapetaba, con sus dos hijos, frente al televisor, aún en pijamas y abrigados con numerosas mantas, mientras los pequeños, como dos cachorrillos, se empujaban buscando el calor de sus padres, que los abrazaban y acariciaban mientras ellos no paraban de jugar hasta que comenzaban las noticias. Era el programa preferido de toda la familia, que provocaba que se excitaran nada más oír la música de cabecera, manteniendo toda su atención y concentración. Marta hacía un intento de levantarse para ir a preparar el desayuno, pero sabía que Jose la retendría para ofrecerse él. No le importaba, le encantaba mirarlos tiernamente desde la cocina, que quedaba abierta al salón por un gran ventanal y a la terraza, desde donde se divisaba el frondoso bosque que cubría las montañas. Jose disfrutaba con solamente contemplar cómo sus pequeños y Marta se llevaban las manos a la cabeza y reían al ver aquellas graciosas imágenes de la tele. Era sorprendente ver como gritaba el dictador mientras le arrancaban literalmente los pelos de la cabeza hasta convertirse en un amasijo de sangre que caía por su rostro horrorizado. Los niños parecían explotar de risa al ver al personaje suplicar mientras lo linchaban a patadas entre el tumulto. Uno de los pequeños, sin dejar de reír, comparaba esas divertidas imágenes con la de la noticia sobre la violación y asesinato de una mujer la semana anterior, en la que se podía observar como sus gritos se ahogaban antes de perder el sentido a medida que se desangraba por las numerosas cuchilladas que le habían asestado aquella banda juvenil. Jose, que no quería perderse todo el espectáculo se apresuraba con la bandeja del desayuno que colocaba entre los suyos. En ese momento es cuando llegaba la madre de Marta que al abrir la puerta se encontraba con aquel espectáculo “¡¿cómo pueden dejar ver eso a los niños?!” –gritaba escandaliza– frente a los gestos de indiferencias de Marta y Jose que se miraban riéndose “¡no seas anticuada mamá!” –le respondía Marta, mientras su madre seguía mirando con horror cómo sus pequeños nietos devoraban compulsivamente sesos humanos de Irak, costillas de niños de Somalia, riñones haitianos, zumo de ojos de narcos mejicanos y asado de desaparecidos macerado con tripas de toreros muertos.
S i he de mentirte alguna vez prefiero que sea en la noche cerrada donde las lágrimas escondan su brillo y el viento anuncie la despedida como el puñal traicionero. Si he de lamentar lo vivido prefiero recoger los cristales rotos de las ventanas abiertas por las que entraron tantas mañanas antes de que llegara el mediodía. Si he de mencionar una palabra prefiero que sean las tuyas para llenarme de tí y hacerte prisionera en mis pensamientos. Y cuando los años se cansen prefiero contarlos para saber cuántos perdí, cuántos te debo, cuántos no me cansaría de contar y esconderlos en el bosque de tu esencia antes de partir a las cruzadas sin fe para morirme sin mí, en desiertos anónimos, en el furor de batallas sin enemigos, y disfrazar de leyendas las guerras sin causa, las derrotas ajenas, las esperanzas abiertas que se desangran y fluyen sin fin.
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