sábado, 10 de abril de 2010

Tras la sonrisa (VIII)



Las tres tazas de café espumoso despedían un agradable aroma, confundiéndose con el olor a tabaco. Juan había optado por tomar una caña, tenía calor. Aún estaba sudoroso, su inapropiada camisa de manga larga no le permitía soportar el calor, que empezaba a notarse esa mañana, menos aún, después de la lucha mantenida contra la gran maleta. A Victoria Eugenia, el café le parecía algo fuerte, pero no se quejó. Volvía a reír con su amiga del alma, a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Habían estado muy unidas cuando vivían en el pueblo, de hecho el exmarido de Juani le presentó a Juan, su mejor amigo, que vivía en un pueblo cercano. Pasados unos años, las dos parejas se casaron con apenas una diferencia de unos meses. Ahora eran compadres y seguían viéndose con frecuencia. Roberto, el ex de Juani, era el más hablador y bromista. Solía contar, con éxito, historias curiosas de cuando eran más jóvenes, en la que los protagonistas, Juan siempre representaba el papel mas destacado, salían ridiculizados y mal parados. Ahora que él, Roberto, se había convertido en uno de esos protagonistas, andaba amargado y callado en la barra de cualquier bar, donde sus antiguos amigos siempre tenían una disculpa para quitárselo de encima. Juani no había visto a Juan desde aquel día, cuando se marchó para siempre, sin decir nada a nadie. Se notaba algo incómoda, quizás se sentía algo culpable ante el mejor amigo de su exmarido. Antes se llevaban realmente bien y se notaba un aprecio mutuo, aunque hablasen poco entre sí. Juani sentía una cierta necesidad de explicarle a Juan muchas cosas, quería que no la juzgara mal, que la entendiese por lo que había hecho tiempo atrás. No era necesario. Juan recordaba muy bien la tristeza que empezó a rodear a Juani a los pocos años de casarse, parecía que había envejecido más de lo normal, como si estuviese muriéndose poco a poco. En realidad se alegró al verla nuevamente, y ¡estaba estupenda! –pensó Juan. Joaquín, que estaba entre las dos mujeres y Juan, se entrometía, de vez en cuando, en la conversación de éstas, además de seguir bromeando con Juan, dando la impresión de que le había caído muy bien. Eso le gustaba a Juani
-Bueno, chicos, ya es hora de ir subiendo al barco ¿no creéis? –Dijo de repente Joaquín, mirando su reloj de oro.
-Sí, será mejor, no vaya a ser que nos quedemos en tierra –Dijo Victoria Eugenia, en el preciso momento en que sintió un vuelco en su estómago.
Cuando Juan se levantó del taburete, para seguir a su nuevo amigo, notó como su mujer lo cogía por el brazo para detenerlo.
-Suban ustedes, nosotros vamos ahora –Dijo Victoria Eugenia, ante la extrañeza de Juan.
-De acuerdo, pero no tarden que ya solo queda media hora para partir -Les advirtió Juani.
Cuando la pareja se alejó hasta las escaleras metálicas, Victoria Eugenia le pidió a Juan que la acompañara hasta los servicios.
-Uff, qué mal me ha sentado el café. Voy al baño un momento ¡Tú no te muevas de aquí ni por un momento! –Le ordenó Victoria Eugenia a su obediente marido.
-Sí pero date prisa, que se nos hace tarde, ya deberíamos estar dentro del barco –Dijo intranquilo Juan.

sábado, 3 de abril de 2010

Tras la sonrisa (VII)




Gonzalo, al pasar al lado de las dos chicas, con sus dos sabuesos, les saludó con una reverencia, que fue imitada de forma grotesca por uno de sus pupilos, provocando una expresión de repugnancia en las dos jóvenes. El “niño travieso”, con paso seguro y decidido, fue subiendo las escaleras hasta llegar a la puerta de seguridad, donde saludó cortésmente a los extrañados guardias de seguridad, como si los conociera de toda la vida. Una amplia galería acristalada los separaba de la escala. Una vez dentro del barco, los tres hombres lo recorrieron todo, subiendo escaleras arriba hasta llegar a la cubierta. Ramón, el más bajito, regordete y moreno, con los ojos pequeños y achinados, miraba extrañado a su colega Honorio, algo más alto que él, flacucho, canoso, de inexpresivos ojos azules, y una extraña piel pálida, que le daba un carácter enfermizo y decaído. Sin embargo, su fe ciega en el jefe los disuadía de cualquier acto indisciplinario. Los únicos que protestaban, por aquel paseo naval, eran sus pulmones, que se quejaban cada vez más. Finalmente, llegaron hasta la última planta, donde, tras recorrer un largo pasillo, salieron a la cubierta en medio del gentío que curioseaba el barco, muchos de ellos con exóticos cócteles de todos los colores. Aún, quedaban unas empinadas escaleras exteriores, que Gonzalo superó ágilmente y, con mayor dificultad, el sudoroso Ramón, que parecía cada vez más negro, en cambio, el empalidecido Honorio tomaba un aspecto realmente fantasmal. Desde la última cubierta se podía divisar todo el barco y los muelles con todos sus tinglados. Desde allí, la gente parecía diminuta, yendo de un lado para otro, como si fuera un oleaje que se movía por las cubiertas y subía y bajaba por las distintas escaleras. Gonzalo vaciló un momento y siguió por un lateral del barco que lo conduciría hasta el puente de mando. Daba la impresión que se trataba del rodaje de una película de policías, en la que el inspector del FBI era seguido por sus subordinados. Desde luego, Ramón sería un agente de Miami, con su hortera camisa de flores y de colores muy llamativos. Al acercarse a la puerta, el marinero que la custodiaba se cuadró, cuando el aparente inspector dijo, tras saludarlo: “Soy el señor Gonzalo”. Sin duda, el moreno marinero, de aspecto y acento sudamericano, también había visto las mismas películas que inspiraban a “nuestro inspector”, aunque quizás pensó que era el mismo dueño del barco, ya que no dudó en abrir la puerta. Ya dentro se le acercó de una forma más decidida un oficial, que, antes de ordenar a los intrusos que salieran de la sala, recibió un efusivo saludo de Gonzalo estrechándole la mano, mientras miraba de reojo la sala y levantaba la otra mano, con la que saludaba a Mario, cuyos galones daban a entender que era el capitán del barco.

-Hola soy Gonzalo, no quiero entretener al capitán, ya veo que está ocupado. Dígale, por favor, que ya lo saludaré en otro momento –Le dijo Gonzalo al desconcertado oficial, que miraba alternativamente a Gonzalo y al capitán, situado al otro lado, sin saber que hacer ni que decir. Despidiéndose de la marinería, “el inspector” volvió sobre sus pasos hasta desaparecer. El oficial no reaccionó, y tuvo que ser el intrigado Mario, que estaba tomando un café con el práctico del puerto, el que se acercara para interesarse sobre aquel extraño.
-¿Qué ocurre oficial? –Preguntó.
-Nada, solo que el señor Gonzalo quería saludarlo, pero se percató que usted estaba ocupado y no quiso interrumpir –Le respondió el oficial.
Daba la sensación que allí todos sabían quién era el señor Gonzalo menos Mario. El capitán observó que el sorprendido oficial tenía una tarjeta entre sus dedos, éste al darse cuenta de que se la había entregado el famoso Gonzalo, justamente antes de despedirse, se la entregó al capitán. Intrigado, Mario giró la tarjeta por su parte impresa y la leyó: “Don Gonzalo Echevarría Arriaga, Presidente de CASAMAR”. Sin duda, su nombre tenía pinta de corresponder a un ilustre empresario y el nombre de su empresa a la de una corporación pesquera o, posiblemente, una importante consignataria. En realidad, Gonzalo era un mentiroso compulsivo, al que no le gustaba mentir. No era necesario, su arte radicaba en confundir a la gente, que caían en la trampa engañándose ellos mismos. Efectivamente, Casamar era el nombre de un chiringuito de su propiedad, especializado en pescado frito, que consiguió permutándole a un alemán a cambio de unos “valiosos terrenos” cercanos a una “playa de Salamanca”.

domingo, 28 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (VI)


-Lo siento mucho señor ¿Se encuentra bien? –Dijo Alicia nerviosa y avergonzada, tratando de incorporarse, cuando ya Yolanda y los allí presentes se acercaron a socorrerlos.
-Joooo…. –Se lamentaba Juan –No te preocupes, no es nada –Dijo quitandole importancia a lo que había ocurrido, mientras se revolvía para levantarse, apoyando la rodilla en el suelo y levantándose con la ayuda de varias manos anónimas que lo rodearon por todos los lados.

El insignificante Juan se había convertido de repente en el protagonista de aquel tumulto. Joaquín, que también intentaba levantar a Juan, le susurró bromeando algo al oído –¡Joo macho, qué conquistador, corren a tus brazos!. A Juan no le dio tiempo de contestar, al ser recriminado por Victoria Eugenia –¡Siempre tienes que llamar la atención adonde quieras que vayas!

Alicia volvió, cojeando, a interesarse por Juan, tratando de explicarle lo que había ocurrido.
-Eso le puede pasar a cualquiera –Le dijo Juan.
-Bueno sí, esperemos que esto sea lo peor del viaje –Dijo Alicia, mientras Juan miraba sus pies –Qué contratiempo ahora tendré que ir descalza o cojeando hasta el barco –Se lamentaba Alicia, suspirando.
-Bueno aún queda una solución –Replicó Juan.
-¿Sí? –Preguntó intrigada.
-A ver, déjame esa pierna –Le ordenó señalando la pierna contraria a la que había causado el accidente, mientras se agachaba para sujetarla. Alicia no tuvo tiempo de reaccionar e instintivamente se sujetó agarrando los hombros de Juan. Con un gran esfuerzo, Juan liberó el otro tacón. Alicia se observó. Eran unos zapatos muy originales. Ahora era bajos con las puntas hacia arriba. Con ellos podía caminar incluso mejor que antes. Se sintió feliz y risueña, mientras todos reían y reconocía el ingenio del Don Nadie. Sin pensarlo dos veces, Alicia le dio un beso de agradecimiento a su salvador y se despidió, esperando volver a ver lo en el barco.

La facturación fue rápida. Juan se quitó realmente un gran peso de encima. Además, ahora necesitaba las dos manos para atender al nuevo huésped, que se había presentado, sin previo aviso, tras su cabeza. Aún quedaba más de una hora para embarcar, la propuesta de Joaquín fue inmediatamente aceptada y todos se dirigieron a la cafetería. Los dos hombres siguieron a las mujeres. Joaquín parecía despertar cierta simpatía por Juan, al que le echó el brazo por encima, mientras seguía bromeando sobre lo recién ocurrido. Victoria Eugenia, molesta por la escena montada por su marido, se sentía un tanto traicionada, y no dudó en quejarse a su amiga de las torpezas de Juan, para seguir después criticando a la descarada joven, que había provocado aquel desaguisado. Todo parecía indicar que las jóvenes iban a integrar la larga lista negra, que las dos amigas recién reencontradas estaban a punto de inaugurar. El chismorreo y la crítica sería uno de los entretenimientos preferidos durante el viaje, no dejarían títere con cabeza, al igual que hacían en el pueblo cuando eran más jóvenes.

Las jóvenes seguían riendo cuando salieron del servicio de señoras. Yolanda no podía dejar de reír cada vez que miraba los originales zapatos de Alicia. Era una risa escandalosa y desordenada, como si hubiese estado escondida durante mucho tiempo, que reclamaba todas las miradas. Juani le dio un codazo a Victoria Eugenia, nada más descubrirlas, y sus miradas descaradas se lanzaron a quemarropa sobre ellas, a lo que siguió el correspondiente comentario.
-Míralas. Parecen dos fulanas –Dijo Juani.
-¡Qué poca vergüenza! –Concluyó Victoria Eugenia, con la esperanza de que todos la oyeran.

jueves, 25 de marzo de 2010

El otro lado



Sé de amaneceres tranquilos,
sepultado por las sábanas que se aferran a mi cuerpo,
sin que se resignen a despedirse de la noche,
los ojos vuelven a cerrarse para viajar
entre mares de arena,
siguiendo las huellas que se borran,
y el olor intenso, casi salado
me invade tras la rendición,
dejándome conquistar
cuando mi piel deserta
y renuncia a sentir.
La distancia parece infinita
y calma las despedidas
en ese mundo ajeno
donde nos escondemos de los otros,
de nosotros mismos.
Es cuando surgimos, renacemos,
casi magníficos,
sin que la mirada se detenga en los demás,
como si fueran pequeñas cosas,
como si las cosas se escondieran de nuestras miradas
y una sonrisa surge devorándolo todo,
las ruinas se precipitan,
mientras nos mantenemos contemplativos,
también, ajeno, al otro lado
donde despertamos asustadizos
deseosos de que llegue la noche.

lunes, 22 de marzo de 2010

Carta al verdugo



Las paredes de tu existencia,
de tu olvido,
reducen tu alma ennegrecida,
mutilada,
rezumando un odio grasiento,
que empapa trocitos de recuerdos
que se alejan en el tiempo,
como si cayeran en el profundo pozo del amanecer,
deshaciéndose en la desmemoria,
pero te acechan en la noche cerrada
surgiendo como la marea que te inunda
y te ahoga en el mar sudoroso de los sueños,
enredado entre las neuronas que sobrevivieron
cuando dejaste de ser humano,
para convertirte en un monstruo marino,
maloliente.

Y ahora,
cuando los años
te atemorizan
y la luz alumbra el fondo de los pozos
te pesan las cadenas
que forjaron tus culpas,
con los huesos de tus víctimas,
que chirrían como gritos de clemencia,
y al amanecer tu pulso tiembla
cuando la muerte te acaricia,
recordándole, al verdugo,
aquellas víctimas temblorosas,
desnudas, ensangrentadas,
de aquel amanecer,
que ahora se repite,
con los que compartes tus lloros
y que te esperan
bajo la tierra

lunes, 15 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (V)



-Victoria, dándose media vuelta, reconoció rápidamente a Juani, una vieja amiga del pueblo, que había dejado a su marido para irse a vivir a Madrid con un ambicioso comerciante de Ávila.
-¿Pero Juani qué haces tu aquí? –Preguntó Victoria, que ya había cambiado su histerismo por un tono más delicado.
-Lo mismo que tú, imagino –Contestó Juani, agarrándola de las manos, mientras reían cómplicemente.
-¿Te acuerdas de Joaquín? –Le preguntó Juani a Victoria. En realidad todos se acordaban de Joaquín, desde el exmarido de Juani, que se había vuelto alcohólico, desde que lo dejó, hasta el mismo cura, que lo ponía de ejemplo, sin nombrarlo, en las homilías, pasando por las tertulias de la barbería, el bar o la tienda.
-Por supuesto –Le dijo Victoria, mientras, con gesto más formal, lo saludaba, estrechándole la mano, sin dejar de escanearlo de arriba a bajo, a lo que éste le correspondió con un beso en la mejilla.
-¿Cómo estás Victoria? –Preguntó el apuesto y elegante Joaquín, que apenas aparentaba sus 52 años.
Entre risas y bromas se comentaban como les iban las cosas, cómo se habían metido en la aventura de hacer un crucero y lo divertido que iba a ser ahora que estaban juntas.
Pasado un rato, Victoria se percató, al observar que Joaquín no dejaba de mirar a Juan, que no había presentado a su burro de compañía.
Ah! Este es Juan, mi marido – Dijo Victoria agarrándolo por la manga de la camisa y tirando de él para que se acercara.
-¿Qué tal? –Dijo Joaquín ofreciéndole la mano para saludarlo. Sin embargo, ya Juan tenía bastante con las maletas, como para estar haciendo malabarismo.
-Hola Joaquín –Respondió Juan, con el tono típico de voz que se utiliza en los entierros, cuando se da el pésame, a la vez que hacia un gesto disculpándose por no estrecharle la mano, cosa que agradeció Joaquín para no empaparse su mano de sudor.
-¡Cuánto tiempo Juan! –Dijo Juani al mejor amigo de su exmarido, el cuál saludo con un movimiento de cabeza comprobando lo bien que le había sentado a Juani su separación.
Las dos mujeres se acercaban al mostrador hablando y riendo, mientras se abanicaban, seguidas de cerca por el pura sangre y el burro que quedaba más atrás.
Las dos chicas que acababan de facturar se apresuraron corriendo hasta la puerta de entrada del edificio. Alicia y Yolanda aprovechaban todas sus vacaciones y días de descanso para viajar juntas desde que se conocieron a través de Internet. Mientras Yolanda corría, Alicia optó por salir volando, tras partírsele un tacón, para estrellarse contra Juan, que, viéndola venir, soltó las maletas y esperó recibirla con los brazos abiertos. Tras el impacto todos corrieron para averiguar que ocurría tras las maletas. Allí estaban los dos abrazados y tirados por los suelos. Después de recuperarse del susto, Alicia pedía disculpas a Juan, se sentía avergonzada, por aquella humillante situación, y vulnerable a las numerosas miradas que intentaban reconstruir los hechos. Juan, en cambio, parecía ajeno a todo aquello, y solo parecía interesado por la nueva parte de su cuerpo que había surgido tras su cabeza.

domingo, 7 de marzo de 2010

Tras la sonrisa (IV)



Las filas de los pasajeros que estaban facturando, iban desapareciendo poco a poco, y los últimos taxis llegaban de forma apresurada, dejando a sus clientes, que, histéricos, gritaban entre sí, y corrían, sin poder cargar las pesadas maletas. Juan era de esos hombres que pasan desapercibidos, de los que están para hacer bulto o acompañar a “alguien”. En realidad era una especie de “nadie”, que por casualidad tenía nombre, aunque, éste era como el tercer apellido de su esposa. Parecía estar luchando con la pesada y vieja maleta, que intentaba escapar, quizás acomplejada por no tener ruedas como las demás. Mientras tanto, Victoria Eugenia de todos los Santos, lo golpeaba, con su abanico, sin dejar de gritarle lo incompetente que era y los malos augurios que le esperaban. Juan y los burros de su pueblo se diferenciaban en la camisa de manga larga con cuadros verdes y los pantalones grises que llevaba, sin embargo, el trato recibido no era muy distinto.

Victoria Eugenia era una respetable dama de un pequeño pueblo de Ávila. Su distinguida familia era una de las más antiguas del lugar. Su casa, situada en el centro del pueblo, estaba llena de fotografías antiguas. Su abuelo fue un héroe de la División Azul, que aún era recordado por aquella estampita de Hitler, enmarcada en un portarretrato de plata, que trajo de la II Guerra Mundial. Su otro abuelo murió como un mártir en la Guerra Civil, por culpa de un avión soviético que asustó a la vaca que ordeñaba, quedando literalmente aplastado. La foto de su padre quedaba sobre la alacena. Era un famoso poeta que recitaba sus romanceros a sus clientes, cuando venían a recoger o dejar los zapatos. Junto a él una larga fila de fotos de bodas, bautizos y comuniones, entre la que destacaba la de su querida y admirada tía María Luisa Fernanda de Jesús, maestra de escuela, desde que dejó la Sección Femenina.

Victoria Eugenia se fue quedando sin amigas con el transcurrir de los años. La mayoría de ellas, tras casarse, se iban a vivir a la capital o a Madrid. Ella no encontró al hombre adecuado para ser su príncipe consorte y, cuando se dio cuenta, nadie estaba a su lado. Temerosa de quedarse solterona, no lo dudó y se casó con ese “Nadie” que estaba a su lado, es decir con Juan.

El mes antes, estuvo visitando a casi todo el vecindario para despedirse y explicar con todo lujo de detalles el viaje que iban a realizar. Marta y su hijo más pequeño se quedaría en Barcelona, en casa de su amiga Cristina, cuyos hijos siempre veraneaban en el pueblo, alojándose en su casa. A Victoria Eugenia no le gustaba su comportamiento tan moderno, pero se llevaban realmente bien con sus hijos, que disfrutaban de la compañía de jóvenes tan escasos en el pueblo.

Cuando el sudoroso Juan, arrastraba la maleta, sufriendo los azotes de Victoria Eugenia, como si estuviese subiendo al Monte Calvario y no a un crucero de placer, alguien tocó el hombro de la distinguida dama.
-¿Victoria! –Preguntó ante la desconcertada dama -¡Pero que sorpresa!
(CONTINUARÁ)

La sal de tu ausencia

Alguna veces, cuando los días nos dejan solos huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifica...