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La sal de tu ausencia

Alguna veces, cuando los días nos dejan solos, huelo la sal de tu ausencia y presiento el murmullo de tus secretos que se petrifican en la roca. La mirada naufraga entre las olas, allá por el atardecer, cuando el Sol acaricia el horizonte y tu rabia contenida se adormece. Entonces, me abrazas para sentirme isla,  prisionero de tus orillas,  libertad adherida al azul inmenso. Cierro los ojos para navegar en las noches por los mares de espinas cuando la luna siembra su velo en el aleteo de luz surcado por la estela de los viajeros por donde se esparcen sus sueños. Somos peces secos, jareas de alma marina que arrastran las corrientes  para buscamos en las orillas: esclavos, piratas, bucaneros y polizones; hombres y mujeres de maletas vacías, cruzadores de charcos de sueños rotos. En el fondo descansan nuestras derrotas, tumbas de sirenas  y sus cantos, viento que se vuelve brisa aletargada cuando se pierde la última batalla.

Nos quedará el aire

Y después … nos quedará el aire, un desierto de silencios, las palabras enterradas en la piel, noches tibias adormecidas que se esparcen en la memoria exiliada. Nos quedará el eco y sus palabras, el susurro de las conciencias, que mecen el recuerdo envenenado en la rabia y crecen echando raíces entre las malas hierbas. Nos quedará un mar de cenizas, lágrimas que hieren los horizontes, donde se ahogan las madres ciegas de las cosas cuando la tempestad amaina y ya no hay regreso. Nos quedará un día, un instante que permanece, una imagen de una mujer desnuda, una mirada limpia y penetrante que busca en el interior de la gente y remueve el fango miserable. Nos quedará las manos vacías, el espejo agrietado que rememora, una concavidad donde cobijarnos y acunar la desesperanza. Nos quedará el aire, frío y distante, como cristales rotos,   manchados de sangre, un espacio irredento donde conquistar los sueños. ESCRIT

Alma de nariz

            El día en que nació, sus ojos le negaron la mirada; sus oídos lo enclaustraron en el silencio; su voz,  sin savia que lo hiciera crecer, se marchitó para siempre. Desde entonces, el olor del llanto o el aroma de la risa fueron su único cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo. Los años pasaron entre las frías fragancias del invierno y  los resecos amaneceres del verano; entre las rebeldes esencias de primavera y la fetidez otoñal de lo caduco.  Así, su nariz se convirtió en su alma, donde se acumulaban sus sentidos, que daban forma a sus sensaciones, sus sentimientos, sus emociones. Husmeó mil lugares, con sus emanaciones tan particulares que los rondaban: la pestilencia del vicio y  la degradación; el hedor penetrante del egoísmo; pudo diferenciar donde se respiraba solidaridad y bondad de aquellos otros lugares que apestaban a maldad y codicia.             El día que lo operaron, sin saber por qué ni para qué, despertó horrorizado al comprobar que no podía

Resistencia

No dejes que los muros de tu piel te hagan prisionero y te hagan isla. No dejes que tus ojos cieguen  tu alma ignorante mientras los cuervos desesperan en el cielo. No dejes de jugar en la inocencia y en las verdes orillas de las cosas. No dejes que la noche te acurruque y el miedo te espante a la hora de las brujas. No sientas el pulso temblar cuando el cuchillo asesino caiga en tu mano. No dejes de pensar palabras hermanas de las tuyas. No dejes de llorar cuando las almas rotas te aprisionen y supliquen con lamentos tus heridas. No vuelvas la mirada atrás cuando te alejes del camino y tu mano ensangrentada acaricie a las víctimas. No dejes de navegar surcando entre la espuma y la brisa. No,  dejes que seas náufrago de tu destino; que te lleve  la corriente a su antojo. No, nunca dejes que te lleve gratis la muerte.

Cuando cerré los ojos

Cuando cerré los ojos dejé de oír sus gritos ahogados, los que encogen el alma  cuando el miedo revienta cuando el dolor se desangra. Primero la zarandearon y la insultaron luego violaron a mi hermana, la tuya, la que siempre paga. Destrozaron la vieja tele  y sus cristales cayeron como lágrimas,  cayeron las cortinas rojas sobre el suelo y el suelo se llenó de golpes y de sangre. El aire se tiñó de lamentos, el amor de odio el refugio en tumba el grito en llanto. Cuando cerré los ojos las huellas se borraron. El viento sobre la arena, La piel quemada, los tambores de guerra la tierra mutilada. Cuando cerré los ojos hundieron sus uñas en el mar de sangre negra, de peces de plástico, de gaviotas sin plumas, de piel acerada. Y sus carnes podridas de oro, fueron devoradas por rostros buenos, por rostros malos, los que salen en la tele, los que siempre salen cuando cerramos los ojos, cuando apagamos l

El vecino de abajo

    S us pasos acariciaban una alfombra de mentiras, rompiendo las hojas secas del otoño cuando el aire se manchaba de frío. Esa mañana, cerca de Gloucester Road, donde se levantaba su imponente casa victoriana, sus labios perfilaron esa sonrisa que acoge a los seres que parecen flotar en la autosuficiencia: una vida confortable sin sobresaltos, como una zona ajardinada que aseguraba su tranquilidad; una familia perfecta y ordenada en torno a una moral recta y a unos principios sólidos. Su bienestar descansaba en el bien común, en la ayuda al prójimo, y todo aquello que te permite dormir sin  quebrantar tu conciencia. Ya en su casa, tras acariciar a su viejo West Highland White Terrier, que corría a recibirlo, dejaba el abrigo en el perchero de la entrada  y se ponía cómodo. En el salón encontraba a su mujer tomando el té  y sus hijos bajaban a saludarlo para luego seguir con sus quehaceres. Tras excusarse, iba a la cocina donde preparaba rápidamente una especie de sopa muy líquida
Las mareas En las mareas, donde anidan el tiempo perdido, la cobardía de vivir se va deshaciendo lejos de la maleta que persigue la mirada cuando los pasos mueren sobre una alfombra de mentiras. En las mareas perdemos los recuerdos viajando por los mares de espinas dejando un reguero de huellas sin pisadas que juran el retorno sin lamento cuando las madres reposan en la ausencia  y sus hijos anidan en sus tumbas. En las mareas los años deambulan mendigando horizontes nuevos que conquistar en un mar prestado  sin caricias de sombras indoloras donde hundir las raíces ahogándonos en la podredumbre cuando sabemos que todo está perdido pero incapaces de dejar el juego.

Ataud

S e acercó sigilosa, despacio, engañando al tiempo para retrasar la despedida, el último adiós, el beso en sus labios fríos, el fin de una historia como cuando se pasa la última página antes de cerrar el libro. Sintió como sus fuerzas flaqueaban. Sus piernas, incapaces de mantener su cuerpo, provocaron que sus manos se apoyaran en la fina madera del ataúd  y sintió, entonces, su suavidad, como una tierna caricia que la reconfortó hasta provocarle una sonrisa. Se excusó en su abatimiento para rozar sus mejillas sobre la tapa de fina madera, repujada en sus bordes donde formaban graciosos elementos decorativos vegetales que caían por los laterales; disimuladamente extendió sus brazos sobre aquella obra maestra reconociendo sus formas y, así, pasó un rato, sin que se percatara de que su esposo seguía muerto. Cuando fueron a buscarla costó que reaccionara  y se apartara del precioso ataúd, cayendo en esa admiración todos los que se acercaban y tocaban su cuerpo de fino ébano. Cruzaba

Melchor

S imón se estremeció al oír su nombre, que se alargaba en un susurro sonoro y exótico atravesando el jardín dónde jugaba. Sorprendido, su mirada buscó con curiosidad la fuente de aquellas palabras que se repetían, hasta encontrarlo al otro lado de la valla. Era como se lo imaginaba, con aquel vistoso traje largo de vivos colores y un enorme turbante que realzaba aún más su enorme figura. Ya anochecía, pero pudo contemplar la profundidad de sus ojos negros que resplandecían proyectando una mirada que atravesaba hasta llegar al corazón. “Feliz Navidad”, dijo con una tierna sonrisa que  casi abrazaba, antes de darle al pequeño niño, boquiabierto  e incapaz de reaccionar, una preciosa caja envuelta en un papel brillante de elegantes colores y decorada con una cinta de tela transparente, con brillos dorados y plateados. Su madre enmudeció al ver a su hijo con aquella expresión de inmensa felicidad, sin que tuviera tiempo de preguntarle por el autor de su regalo, mientras el presidente s

Aires de cristal

En los aires de cristal la luz juega en el laberinto y recorre las miradas caprichosas escondiendo su vuelo. En los aires de cristal respiro la luz que quiero la que ilumina mi interior como un pozo vacío y seco de cristales rotos esparcidos sobre la arena del desierto. En los aires de cristal me veo como una botella que naufraga y se hunde ahogándose en el abismo para echar raíces en el fondo. En los aires de cristal me reflejo como el frío tras la ventana cuando la cierra las noches con la vaga esperanza de encontrarme  al amanecer.

Ojos cansados

Con los ojos cansados vas echando raíces en el horizonte con un dolor que pare gotas del recuerdo mientras lloras y maldices las tierras lejanas las que agrietan tu ausencia, como un templo vacío en el que los años se han ido desparramando bajo la sombra que agujerea la conciencia y encadena la huida manchando la tierra de huellas que huyen hiriendo la muerte mientras grita el alma. Y lo lejos se hace infinito y se vuelve sueño, un sueño que adormece desterrando el alma del viajero como una sangre extraña que se va envenenando de nostalgia cuando la ciega mirada  se vuelve olvido y los ojos se duermen desvaneciendo su rabia.

El paraíso

Cuando llegué al paraíso, me pregunté qué dios me trajo hasta aquí si sólo tengo fe en mí, sólo en mi profundo convencimiento de volar hasta lo más alto posible, a costa de de los demás, a los que vi caer al abismo implorándome ayuda,mientras yo los observaba indiferente, convencido de que para existir vencedores tienen que haber muchos más perdedores, y sobre sus cadáveres fundé mi imperio. Y ahora estoy aquí lejos de todo, en esta paz inmensa, en medio de la calidez que me soporta, rodeado de un azul celestial, en el Edén del que tanto oí hablar y que me aseguraban que era el destino del honrado y del trabajador, y no para granujas como yo. ¡Qué equivocados estaban! ¡Qué lejos de la verdad se hallan los ignorantes cuando no quieren ver! Como si yo no me mereciera más estos placeres que otros, incapaces de creer en sí mismos; que aquellos débiles cuyos rezos no le sirvieron de nada, ni su vida ejemplar y sacrificada de verdaderos imbéciles. No, sólo los hombres como yo se han

El volcán

Antes de  que  a alguien se le ocurriera inventar  el telégrafo  y se tendieran miles y miles de kilómetros de cable, uniendo continentes y océanos, como si se tejiera una inmensa tela de araña para atrapar al mundo para siempre; las noticias se tomaban su tiempo para recorrer las distancias, a veces insuperables, otras tardaban semanas,  meses en muchos casos. Las cosas ocurrían cuando tenían que ocurrir, sin prisas, en su momento. Las guerras se hacían en verano y luego se sembraba. Los días eran largos, la vida corta . Y todo ya estaba escrito, sólo había que esperar y morir y resucitar. Cuando escribo estas palabras puedo hacer clic  con el ratón en una pestaña del monitor y saber si ya hay un nuevo gobierno en Grecia o en Italia; si el dictador de un país de África es el mismo de ayer o la OTAN y/o el presidente Obama han puesto a otro; si ya estamos salvados o nos hundimos definitivamente en la crisis económica que nos tiene atenazados; si los hijos de Rajoy se han comido

Decisión

             H abía puesto todas sus cartas sobre la mesa y, ahora, era consciente de que no le quedaba otra opción que vender su alma al diablo. No lo dudó ni un segundo y se propuso huir lo más lejos posible. Rápidamente se subió al coche y en un santiamén se puso en el aeropuerto. Por más que buscó no encontró a nadie que lo mirase a los ojos, justo en el instante en que extrajo la pistola del estuche. No escuchó el ruido ensordecedor, ni percibió como la bala se abría hueco entre sus sesos reventados. Solamente sintió el cálido resplandor que lo acogió, antes que el calor lo penetrara y deformara la sonrisa que acompañaba a sus palabras: “Ya estoy aquí…” Finalmente su mundo se había convertido en un infierno.

Alucinación

       C uando estás ahí, un aire impuro y espeso ahoga todas tus esperanzas; las venas de tu cabeza se te hinchan como si fueran a reventar  y tu piel se tensa y enrojece haciendo más visible la expresión de odio y rabia de tus ojos.     Siempre hay algo que te invita a levantar la vista, como si quisieras agujerear el techo de la cueva, donde te hallas prisionero, para llegar hasta el cielo y suplicar sin amor, sin nada a cambio que ofrecer. Es entonces cuando te das cuenta del vacío que sientes y hasta qué grado te desprecias. –Chacho, colega, déjate de rollos, ¿me vas a comprar las joyas de la vieja, o no? Que te juro que es para comprarme un aipá de esos.  Joo, vaya tela tiene el literato este.