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Alma de nariz

            El día en que nació, sus ojos le negaron la mirada; sus oídos lo enclaustraron en el silencio; su voz,  sin savia que lo hiciera crecer, se marchitó para siempre. Desde entonces, el olor del llanto o el aroma de la risa fueron su único cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo. Los años pasaron entre las frías fragancias del invierno y  los resecos amaneceres del verano; entre las rebeldes esencias de primavera y la fetidez otoñal de lo caduco.  Así, su nariz se convirtió en su alma, donde se acumulaban sus sentidos, que daban forma a sus sensaciones, sus sentimientos, sus emociones. Husmeó mil lugares, con sus emanaciones tan particulares que los rondaban: la pestilencia del vicio y  la degradación; el hedor penetrante del egoísmo; pudo diferenciar donde se respiraba solidaridad y bondad de aquellos otros lugares que apestaban a maldad y codicia.             El día que lo operaron, sin saber por qué ni para qué, despertó horrorizado al comprobar que no podía

Resistencia

No dejes que los muros de tu piel te hagan prisionero y te hagan isla. No dejes que tus ojos cieguen  tu alma ignorante mientras los cuervos desesperan en el cielo. No dejes de jugar en la inocencia y en las verdes orillas de las cosas. No dejes que la noche te acurruque y el miedo te espante a la hora de las brujas. No sientas el pulso temblar cuando el cuchillo asesino caiga en tu mano. No dejes de pensar palabras hermanas de las tuyas. No dejes de llorar cuando las almas rotas te aprisionen y supliquen con lamentos tus heridas. No vuelvas la mirada atrás cuando te alejes del camino y tu mano ensangrentada acaricie a las víctimas. No dejes de navegar surcando entre la espuma y la brisa. No,  dejes que seas náufrago de tu destino; que te lleve  la corriente a su antojo. No, nunca dejes que te lleve gratis la muerte.