Ir al contenido principal

Entradas

Alma de arena

             E l aire se volvió arena y los rostros se convirtieron en esculturas, que se arrastraban entre las dunas. Las huellas cayeron en el olvido y el tiempo borró el recuerdo; la memoria de aquellos humanos quedó reducida a los últimos gritos, ahogados por los aullidos eólicos. Luego, sus carnes se secaron y se pudrieron rápidamente, y los huesos emblanquecieron  y se separaron de su armazón, para viajar libremente por el desierto, arrastrados por el viento, hasta que se sumergieron en él. Si alguna vez existieron lo fueron exclusivamente para ellos.             Sus almas, desesperadas, recorrieron el mundo buscando su reconocimiento, pero no encontraron a nadie que los recordaran. Entristecidas, las almas lloraron durante muchos años; fue, entonces, cuando sus lágrimas se confundieron con la lluvia, y muchos vieron como sus cuerpos se empapaban respirando esa humedad triste y desgarrada. No tardaron en caer en la locura y despertar en

La mirada

La mirada… sueño de cristal que se rompe en la noche inesperada,   desgarrando, sus cortantes aristas, la carne. Fluye la roja sangre manchando los cuadros rotos  en otras noches de rabia contenida que rasgan, llorando, el lienzo. La mirada… afilada hiere el presente, que desprecia   y desafía,  en el grito contenido en la renuncia al aire contaminado que lo envuelve, con ese gesto de rebeldía donde nacen los recuerdos donde brotan las lágrimas rotas empapando los sentimientos como pinceles que paren figuras, desesperadas, que quieren salir del cuadro, que huyen del pasado,  prisioneras… de tu mirada. Pilar Aguarón, Autorretrato, 1991.

Las gilipollas

            A hora que somos una sociedad madura que tiende a envejecer y a sufrir los achaques de la edad, nos asusta el descontrol, el caos y el desgobierno. En la vieja Europa, después de vivir una vida llena de hitos históricos, de ser la impulsora del progreso y las libertades; del bienestar social y la democracia, nos volvemos asustadizos y conservadores; sin duda, este mundo vertiginoso y cambiante nos incomoda y atemoriza. Hemos perdido la agilidad mental y física que nos lanzó a las calles parisinas, o de cualquier otra ciudad europea, guiados por la libertad, en medio de las barricadas del inconformismo y embriagados de idealismos revolucionarios, y no era un fin lo que perseguíamos, sino ese ambiente romántico, una forma de vida, el ser utópicos sin necesidad de utopías. Pero ya somos la vieja Europa, la que se empeña con ese caminar victoriano, con la cabeza muy alta, a pesar de los problemas de cervicales que padecemos, sin querer reconocer que ya no somos el centro del