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Tics

Sus grandes ojos tenían un brillo especial. Un brillo que se prolongaba en el tiempo, cuando conoció a Jose hacía cinco años. Entonces, aún, los años no pesaban y la vida resultaba ligera. Mensi siempre había sido despistada, era una tradición familiar que se respetaba de generación en generación. Recordaba en la cocina, mientras ordenaba las tazas de café por colores, en ordenadas filas, como si se tratase de una jura de bandera y con las asas siempre hacia el exterior; aquel día en que conoció a quien sería su marido. Cuando habló con él por el móvil por primera vez no entendía como podía haber puesto su número, en vez de el de él en su billete electrónico. Sus labios dibujaban una cierta sonrisa que el tic nervioso trasformaba en una expresión de asco. La pulcritud de Jose es lo que más llamó la atención de la madre de Mensi cuando lo conoció: “Qué limpito parece ese chico”, a la vez que Mensi reía sin ningún tic. La silla parecía un ejecutivo espantapájaro, abrigada por la impecabl

Reflejos

La luz tibia de amaneceres templados acaricia las sombras escondidas de porosos secretos, que se pierden en sus cuerpos cavernosos, deshaciéndose en la arena mojada, donde se reflejan peces multicolores ausentes de las miradas torpes, casi miopes a la imaginación inundando los mares vacíos que son sobrevolados por gaviotas, colgadas de un cielo incoloro, aún por pintar del color preferido. Y después, al bajar la marea, descubrimos las fantasías soñadas en forma de caracolas, que nos cuentan lo que queremos oír; de charcas donde se ahogan las dudas y olvidamos los pensamientos que oprimen nuestras conciencias. En sus aguas limpias y transparentes buscamos nuestra imagen reflejada reclamando ser nosotros mismos y nos aferramos como rocas, batidas por el oleaje sereno, sintiendo la brisa fresca, respirando libertad, hasta que llega la tormenta para sumergirnos entre engaños para escondernos como cangrejos en una realidad que nos ahoga.

Andama, la reina mala (X)

Como si fuera un sueño, una neblina de polvo recorría el barranco, que se desprendía de las grandes paredes, que ahora quedaban atrás, para abrirse en una inmensa llanura, queriendo abrazarse al mar, que ya se divisaba a lo lejos. El millar de cabras invadía las tierras bajas, como un carnaval de intensos olores. El canto desafinado de las hembras, que replicaban, a modo de coro, la llamada del macho, llenaba el espacio, como lamentos burlescos de una murga embriagada. El aire se espesaba con el olor penetrante de los animales, que salpicaban el paisaje con sus colores amarillentos, ocres y marrones, rompiendo la monotonía de las piedras grisáceas del barranco y el verde de los balos, tabaibas y ahulagas. Acostumbrados a las tierras altas, en el llano los pastores se sentían vulnerables, indefensos ante cualquier peligro. Los achicaxnas que trabajaban los campos de cultivos lo respetaban, sabían que eran muy habilidosos en el manejo del palo y el garrote, eran orgullosos y a veces sobe

El Metro

En los extraños recovecos de la mente, donde el vapor asfixiante nos ahoga, como en las profundidades del metro, los recuerdos se vuelven fantasías entre el gentío que nos asimila para convertirnos en masa, casi uniforme, que se mueve entre tuberías oxidadas en los que los cuerpos se abrazan sin quererse en medio de atascos sudorosos a velocidades de vértigo. Y cuando nuestros pensamientos nos abandonan, o cuando somos traicionados por ellos, despertamos para volver a ser, para volver a estar solos, anónimos entre ojos que no se miran, entre cuerpos que se tocan, cuando los latidos sordos se borran por el ruido del tren exhalando vapor por la boca. Junto al oído de una mujer, entre su pelo y su aroma, los dedos de su mano te rozan y sus pechos te invaden para descansar sus pezones afilados, mientras tu mano resbala entre su ropa temblorosa, agitada. Y el susurro eriza la piel y sus muslos otras cosas, en medio de oscuridades, sin tiempo para amarse cuando el deseo llega en la próxi

Recuerdos

Sabía que a su padre no le gustaba verlo llorar, era un hombre y los hombres no lloran. Sus lágrimas eran espesas, como la vida que dejaba su madre tras de sí. Una vida de silencios resignados tras cortinas, encerrada en una casa sin calor, tumba irrespirable sin flores. Los colores de sus ojos, azul y pardo, que tanto había llamado la atención en el pueblo, parecían, ahora, derretirse y descolorarse , inundando las pecas incrustadas en su blanca piel. Sus cuarenta dos años surcaban su rostro sembrando un odio entumecido por la frialdad de la vida que le cayó en suerte. Frente a él, un padre acostumbrado a serlo . De mirada certera, de gatillo fácil, orgulloso de matar moros en la Guerra de Marruecos, a los que contaba junto a las cabras que había desgollado sin diferenciar los unos de las otras. El Macho del Bailadero Hondo, moreno de cuerpo y alma, amaba más a los animales que a sus semejantes, al fin y al cabo, sus más de seiscientas cabras le daban un nombre respetado entre aque